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Miércoles de Ceniza: del entierro de la sardina al valle de lágrimas

Polvo eres y al polvo regresarás, predicaban misioneros de todos los hábitos al acabar el carnaval, triste también, en tiempos de Franco

Entierro de la sardina, ayer en las calles de Madrid.
Entierro de la sardina, ayer en las calles de Madrid.Denis Doyle (Getty Images)

En la España anticlerical de los Galdós y Clarín, en verdad anticlerical, (lo de hoy, en comparación, no deja de ser un laicismo confesional), tal día como hoy, Miércoles de Ceniza, acababa el carnaval una vez enterrada una sardina con gran jolgorio y, si se terciaba, con mucha disipación moral. “Memento homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris”, predicaban misioneros de todos los hábitos, como tristes grullas. Se acabó la diversión. En el cuadro de Goya, curas y viudas danzan con patética solemnidad hasta romper en llanto. Recuerda, hombre, que eres polvo, y que al polvo regresarás. Entre los muchos diccionarios del argot español, hay al menos dos que atribuyen la expresión popular ‘echar un polvo’ al jolgorio que semejante predicación provocaba en el pueblo convocado a las iglesias, más pendiente de cohabitar que de introducirse en 46 días seguidos de abstinencias y tristezas. Cuaresma. Cenizas. Semanas santas. El mundo como valle de lágrimas.

Nombre femenino, la cuaresma ('cuadragésimo día’ antes de la Pascua Florida) suponía antaño un tiempo largo de disputas entre clerófilos y clerófobos. Entre los graciosos recuerdos de Enrique Menéndez Pelayo, el hermano pequeño del gran don Marcelino, está uno escandaloso para quien se decía católico a machamartillo: los viernes, ilustres ateos de Santander, algunos de alta cuna, tenían por costumbre contrarrestar la negritud reinante yéndose a comer sin bula alguna, como vascos, al restaurante más céntrico de la capital, o sacando a la calle el perchero de la casa de citas más señalada, del que colgaban sus sombreros para escandalizar al personal. Curiosamente, el pobre Enrique MP no recoge esa vivencia en el libro, publicado tras su muerte, que tituló Memorias de uno a quien no sucedió nada. España empezaba a no estar para juergas.

Al entierro de la sardina pintado por Goya sobre una tabla de caoba se refiere Leopoldo Alas Clarín en un cuento del mismo título, que el autor de La Regenta sitúa en un pueblo, Rescoldo, de esos que se ha dado en llamar levíticos porque mandan allí curas y frailes. “Pasan ellos (con su prédica de sacrificios), y queda el terror de la tristeza que siembran como campo de sal sobre las alegrías e ilusiones de la juventud”.

Lo que cuenta Clarín —la alegría, un relámpago; todo el año hastío y tristeza—, ocurría en semanas santas (es un decir) de variado pelaje. Lo que vino más tarde, en la memoria de los vivos que peinan canas, fue un nacionalcatolicismo de cruzada (gamada), en el que hasta los carnavales eran tristes. Tiempos de conversión forzosa. “A los fieles, entonces, nos los traían a misa formados o uniformados; ahora, ya no vienen”, se lamentaba en los años ochenta del siglo pasado el historiador jesuita Alfonso Álvarez Bolado.

Había entonces, también, fiestas similares al goyesco entierro de la sardina, en la que se representaban vicios y desenfrenos imposibles. Eran, en realidad, llamadas al orden, si era necesario mediante la Guardia Civil. Se cerraban las salas de fiestas; se vigilaba que no hubiera guateques clandestinos (pecado el baile, siempre: prohibida la música ligera: o clásico o marchas militares); en los cines se daban obligatoriamente películas del tipo ‘Rey de Reyes’ o ‘Los Diez Mandamientos’, y toda holgazanería estaba mal vista, incluida la de comer carne los viernes salvo que uno se acercase a la parroquia a pagar un peaje. Se llamaban bulas y costaban en 1952 una peseta, más la voluntad. Doña Cuaresma podía con Don Carnal.

Cuando murió la dictadura, pasaron años antes de que los carnavales recuperasen la alegría. Hoy vuelven a parecer irreverentes a los eclesiásticos. De aquellas cuaresmas apenas queda el entierro de la sardina. El laicismo, pese a ser confesional, ha barrido los símbolos religiosos. Todo es mundano, como el hombre mismo. Pese a acudir mayoritariamente a clase de catolicismo en las escuelas de todo tipo, impartidas por profesores elegidos por los obispos pero pagados por el Estado, los jóvenes de hoy, analfabetos en religión, apenas reconocen que, cuando se dice Cuaresma, se está hablando de la Iglesia católica.

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