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GENTE SINGULAR - ALFREDO ALCAÍN
Columna
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A salvo en el mar de mierda azul

Manuel Vicent

En aquellos adorables años sesenta del siglo pasado, cuando los artistas no eran todavía combustible en la hoguera de las vanidades, el pintor Alfredo Alcaín cada mañana se ponía el mono de trabajo para pintar escaparates de barrio en el lienzo a la luz de la ventana. En su estudio reinaba el silencio monacal de la música de Bach, roto a veces desde la calle por la voz del chatarrero que compraba hierro viejo, colchones y somieres. En Madrid convivían entonces los primeros edificios de acero y cristal con los pollinos cargados de loza toledana, las gogo girls bailando en las jaulas de las primeras discotecas psicodélicas con curas, monjas y militares por todas partes, las primeras coletas y zurrones de apache de los jóvenes florales con el hábito morado de san Francisco que lucían algunos caballeros excombatientes. La libertad aun quedaba lejos, pero el franquismo había comenzado a suplirla, como quien echa guindas al pavo, con el consumo de los primeros utilitarios, electrodomésticos, televisores, bikinis y demás detergentes.

La clase media había comenzado a romper las costuras del régimen. Con el alba de la modernidad sobre los tejados, en los barrios menestrales de Madrid el último mundo de Galdós estaba a punto de ser barrido por el oleaje de plástico y metacrilato. Las mercerías, tabernas, peluquerías, bodegas de vino y comidas, pollerías, tiendas de corbatas, sostenes, pelucas y zapatillas tenían un diseño popular, sencillo, muy estético. El pintor Alcaín se apropió de su alma castiza e hizo de ella una marca propia para convertirla en un pop art genuino, irónico, ingenuo y racial, como poco antes había hecho Andy Warhol con la sopa Campbell´s. Era una estética pareja a la de Celtiberia show de Luís Carandell. La bandera nacional solo era la que adornaba los estancos de la tabacalera.

Viejos y adorables tiempos aquellos en los artistas trabajan libres del dogal mediático. La obra de un pintor germinaba como una labor doméstica, fruto del talento, el oficio y la paciencia, valores nada monetarios. Cada dos años el artista llevaba el trabajo a una galería, colgaba los cuadros, inauguraba la exposición con vino y pinchos de tortilla entre familiares, amigos y colegas a la espera de que llegara una pareja de recién casados y comprara un cuadro simplemente porque les gustaba o porque hacía juego con el sofá. El dinero no había impuesto todavía la crueldad de sus reglas. Ajeno al mercado Alfredo Alcaín trabajaba en su estudio donde seguía sonando Bach y en la calle la voz del chatarrero era sustituida a veces por el sonido de una trompeta ratonera que tocaba un zíngaro mientras su cabra trepaba por una escalera de mano.

El coleccionista estaba a punto de llegar. Podía ser un arquitecto moderno, un financiero cultivado, un constructor inteligente o un inversor sin conocimiento ni amor al arte, que se había olido la tostada. Eran las primeras truchas del río revuelto que se avecinaba, pero tardaría todavía unos años en llegar la especulación que acabaría por convertir a algunos pintores en estrellas del rock obligados a participar en la misma frenética carrera de los galgos en el canódromo y sus creaciones en artefactos ingeniosos, divertidos, de usar y tirar, ocurrencias provocativas, brillantes y perennes como pompas de jabón.

En el mercado del arte se instauró el circuito, una noria impulsada por las grandes galeristas desde Nueva York, París, Milán y Frankfurt; comenzaron los eventos, las ferias, las grandes muestras en los museos, las subastas internacionales, la galopada de los precios. La especulación creó la necesidad de fabricar nuevos genios cada año sometidos a la misma moda de alta costura. Bajo la dictadura de los comisarios, dialers y sponsors los artistas se dividieron en dos: los que participan en la vorágine de esa rueda de la fortuna y los que se habían quedado en la acera viendo pasar el desfile de las máscaras. Aquella cabra subida a una escalera en una esquina de la ciudad hoy podría pasar por una instalación, happening o performance y el zíngaro de la trompeta abollada por un comisario de arte.

En los años ochenta y noventa, después de los comercios galdosianos Alcaín comenzó a pintar bodegones de frutas y verduras, jugosos y festivos, en medio en una gracia creativa en la que el color morado de las berenjenas era el mismo de la bandera republicana, una ideología íntima, utópica y feliz. Luego vendrían las esculturas, las líneas, las manchas, los bordados como un ejercicio de op-art. Rodeado de iconos de una España insólita Alcaín sigue siendo ese artista irónico, elegante, sólido y admirado por devotos incondicionales, que siempre está donde se le espera. Desde entonces Alcaín sigue pintando como si nada volátil, inconsistente, pasajero hubiera que echarle a esa rueda dentada del mercado del arte para saciar su voracidad, ajeno a la estética de la codicia y al fuego fatuo de la fama. Representa a esa clase de excelentes pintores que son como siempre. En el arte contemporáneo hay, sin duda, artistas de mucho talento. Representan el escaso oro de ley que se salva en medio de un mar de mierda azul, esa que todos los años se lleva por delante el carro del chatarrero.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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