Parejas a las que no les hace falta mirarse
Isabelle Faust y Alexander Melnikov se conocen tan bien que se coordinan sin recurrir a las destrezas que usan otros
Obras de Fauré, Szymanowski, Françaix y Antheil. Isabelle Faust (violín) y Alexander Melnikov (piano). Auditorio Nacional, 16 de febrero.
En la misma semana han pasado por Madrid dos de las parejas artísticas más inquebrantables de la actualidad. El martes, en el Teatro de la Zarzuela, el barítono Christian Gerhaher y el pianista Gerold Huber. El jueves, en la Sala de Cámara del Auditorio Nacional, la violinista Isabelle Faust, alemana como los anteriores, y el pianista ruso Alexander Melnikov. Los cuatro desarrollan carreras al margen de su trabajo conjunto: tocando solos (Melnikov), acompañando a otros cantantes (Huber), cantando ópera (Gerhaher) y siendo requeridos como solistas por las mejores orquestas del mundo (Faust, Melnikov, Gerhaher).
No abundan las fidelidades en la música clásica, donde el trasvase de compañeros o el cambio de miembros en grupos estables como un cuarteto de cuerda están a la orden del día. Por eso debe destacarse la lealtad que se profesan desde hace años estas dos parejas, que redunda, además, en unos resultados artísticos de primer orden. Gerhaher y Huber, o Faust y Melnikov, apenas se miran cuando están en el escenario, por ejemplo. Y el único motivo es que no lo necesitan: se conocen tan bien que pueden prescindir de todo aquello que para otros resulta imprescindible si quieren empezar y terminar a la vez. Pero tantos años de ensayar y dar conciertos juntos se traducen en una comunicación subliminal, mucho más profunda y eficaz que la puramente sensorial o, incluso, verbal.
Faust y Melnikov han venido a Madrid con un programa tan inusual como inteligente. A un lado, el músico más impresionista nacido fuera de Francia, el polaco Karol Szymanowski, con sus Mitos, tres piezas evanescentes pero de una dificultad endemoniada. En medio, las dos sonatas para violín y piano del joven y del viejo Gabriel Fauré. Al otro lado, dos piezas de escucha casi imposible en una sala de conciertos: la Sonatina de Jean Françaix y la Sonata para violín, piano y percusión núm. 2 de George Antheil, la primera de perfiles nítidos y raigambre neoclásica, la segunda humorística, gamberra casi, hija inequívoca de los excesos, la vanguardia y el desenfreno jazzístico de los años veinte del siglo pasado.
Isabelle Faust puede pasar por una violinista fría, pero no lo es: fue la musa del último Claudio Abbado, y el italiano era poco amigo de la gelidez. Le cuadra más el adjetivo de sobria, unido al de perfeccionista. Ha alcanzado un dominio de su instrumento muy difícil de lograr y, sin un solo gesto de más, y sin una sola pose de cara a la galería, su Stradivarius se pliega a todas sus órdenes, que son muchas y precisas. Asombra especialmente su técnica de mano derecha, no solo por la infinita variedad de golpes de arco, sino por su minucioso control del sonido que quiere imprimir a cada nota.
Melnikov, además de solista y camerista, es un excelente intérprete de instrumentos históricos, de los que atesora una notable colección privada. Tocando parece serio, pero tampoco es así, como demostró en la pieza de Antheil, que él mismo presentó en un excelente español y en la que acabó tocando el tambor y la pandereta para arropar una nostálgica melodía desgranada por Faust. Hasta la propina con que agradecieron ambos los calurosísimos aplausos (el Intermezzo que compuso Schumann para la Sonata F-A-E que él, Brahms y Albert Dietrich regalaron a Joseph Joachim), tan impecablemente interpretada como todo lo anterior, fue otra rareza habitualmente inescuchable. Por concepción y por realización, un recital que les habrá ganado a ambos muchos más fieles.
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