En el mismo barco
El arte contemporáneo del país invitado a la feria madrileña riza el rizo sobre la identidad nacional: ser argentino es no ser manifiestamente argentino
La palabra “desembarco”, tan mentada en estos últimos meses para describir la demorada presencia del arte argentino en España, desconcierta y hasta irrita un poco. Cierto que sin proponérselo rima con Arco, la feria de arte en la que Argentina es país invitado este año, y sugiere solapadamente una inversión de las rutas coloniales en las muchas muestras que poblarán museos e instituciones de la madre patria, pero trae insidiosas reminiscencias que la acercan a los aparatos de Estado, a tácticas y estrategias militares, y la alejan fatalmente del arte. En cualquier caso, la expresión lleva a preguntarse por el barco, o mejor dicho por la bandera del barco, y sobre todo por lo que lleva y trae.
La pregunta por la identidad nacional se ha rizado en el aire como un bumerán en la cultura mundializada. No es novedad que, en el mundo achatado por la expansión global, las peculiaridades locales ostensiblemente “auténticas” han acelerado la circulación y el consumo del arte de todas las latitudes en los museos y el mercado. Un nuevo exotismo y un nuevo universalismo animan ferias, festivales y bienales, a expensas de un multiculturalismo desvaído que conserva categorías reconocibles para diversificar la oferta y aquieta las conciencias de las instituciones internacionales. La pregunta, sin embargo, no deja de formularse. ¿Qué nos reúne en el mismo barco? ¿Cómo definir la variedad de un arte que, al menos desde aquella iluminación borgeana —“En el Corán no hay camellos”—, quiere prescindir del color local y hacer del universo completo su patrimonio? El desafío nos constituye en esa contradicción flagrante, pero puede que en el paisaje de hoy funcione como una oportuna coartada: ser argentino es no ser manifiestamente argentino.
La cuestión nos ocupa desde siempre, pero se reactualiza en el espejo del otro que nos está mirando. “Europa comienza a interesarse por nosotros”, escribía con desparpajo vanguardista el poeta Oliverio Girondo en la revista Martín Fierro en los veinte. “¡Disfrazados con las plumas o el chiripá que nos atribuye, alcanzaríamos un éxito clamoroso! ¡Lástima que nuestra sinceridad nos obligue a desilusionarla…, a presentarnos como somos; aunque sea incapaz de diferenciarnos…, aunque estemos seguros de la rechifla!”.
Un siglo más tarde, los centros del arte ya no nos atribuyen las plumas y el chiripá, pero los estereotipos perduran, remozados con otros; obstinados en no diferenciarnos, quizás sigamos desilusionándolos. Porque si algo reúne al arte argentino de las últimas décadas, y quizás explique su relativo aislamiento, es la variedad irreductible al colectivo y la independencia de no pocos artistas a los mandatos implícitos en los estereotipos y los meridianos internacionales.
Porque, veamos, ¿qué podría ofrecer el “desembarco”? Hay artistas que perseveraron en la pintura cuando el arte de instalación campeaba en museos y galerías, y también en la figuración, a despecho del auge mercantil de la abstracción geométrica rediviva. Hay quien volvió a la materia a gran escala con obras efímeras en tiempos de posminimalismos y “conceptualismos sensibles”, y quien sorteó la etiqueta del “conceptualismo político” que tardíamente parecía distinguirnos con formas renovadas del arte político. Hay quien, en la larga tradición de recolectores urbanos, pobló el cubo blanco de desechos, pero le imprimió su sello, apropiándose y dignificando la chapuza del bricoleur sudaca, y hay quien reinventó la fotografía a su gusto, de espaldas al esperanto de la fotografía contemporánea, o el vídeo, sin abundar en el “sublime tecnológico” de las megaproducciones espectaculares. Hay escultores, dibujantes, performers, pero hay también exploradores de formas abiertas que se nutren del colapso de los medios específicos. Hay quienes viajan y vuelven, y otros que siguen siendo argentinos a su manera en Nueva York, París, Berlín o Londres; hay artistas de la populosa Buenos Aires y también de otras ciudades. Hay conceptuales y cultores del archivo, pero también románticos, ingenuos, góticos y surreales. Pero hay sobre todo conjuntos de un solo elemento, artistas inclasificables en la tradición muy argentina de los “raros” y los “excéntricos”, que también en la literatura deja al mainstream sorprendentemente despoblado. Porque ¿en qué conjunto situar a un artista como Lux Lindner, con sus imponderables amasijos de la iconografía del imaginario vernáculo? ¿En cuál al recoleto Fabio Kacero, inasible en sus continuos autodesvíos? ¿Y dónde a Eduardo Navarro con sus máquinas locas y sus empresas inútiles? Y antes todavía, ¿dónde a los precursores Alberto Greco, Federico Peralta Ramos, Liliana Maresca, Mirtha Dermisache, Marcelo Pombo, Jorge Gumier Maier? ¿Qué etiqueta contemporánea, de esas que allanan el camino, podría reunirlos? ¿Con qué bandera?
La variedad del arte argentino es un buen antídoto, un reactivo contra el consumo cultural gregario
En el puerto de embarque, entretanto, la variedad ha multiplicado los espacios de arte de todo tipo y tamaño y ha creado un nuevo espectador curioso que ha ampliado sus recorridos urbanos. Pero perseverando en su irreverencia, no pocos artistas argentinos han disuelto la clásica asincronía entre centros y periferia y entablan conversaciones vivas o calladas con artistas, espectadores y tradiciones de todas partes. Aún con menos recursos y dádivas institucionales, crean en sincro con el arte de su tiempo. El tembladeral económico y la intemperie a que los somete un Estado que poco ha hecho para alentarlos los ha vuelto más arteros y versátiles, pero el paisaje no es mucho más alentador en el Primer Mundo. Los nacionalismos desbocados y la imaginación cada vez más nítida de la futura catástrofe —un lento suicidio potenciado por el crecimiento ciego del tecnocapitalismo— acaban por reunirlos a todos en el mismo barco desnortado, igualmente empequeñecidos ante la escala del descalabro.
El tembladeral económico y la intemperie a que los somete el Estado ha vuelto a los artistas más arteros y versátiles
En uno de sus últimos libros finitos, el escritor argentino César Aira, conjunto de uno por antonomasia, ha caracterizado muy bien al “Enemigo Militante del Arte Contemporáneo”, que vocifera contra el presunto fraude, con sus ejemplos difamatorios de “cualquier cosa”, cuando es precisamente ese “cualquier cosa” la fórmula de su libertad y su potencia inagotable. Motivos no faltan para radicalizar las sospechas, acrecentadas por la expansión eufórica de un mercado multimillonario que ha reducido el arte a inversión rentable para el capital globalizado, caldo de cultivo para los nihilistas y los cínicos. En ese panorama, la variedad del arte argentino con sus obstinados, sus raros y sus excéntricos es un buen antídoto, un reactivo contra el consumo cultural gregario y la masificación rampante. De la rechifla ya no estamos tan seguros.
Datos de la feria
Fechas. Arco se celebra en Ifema del 22 al 26 de febrero. Los días 22 y 23 están reservados para las visitas de los profesionales. La feria se abre al público el 24. Los precios de las entradas oscilan entre los 20 y los 40 euros.
Galerías. Participan 200 galerías de 27 países. Doce proceden de Argentina, el país invitado de esta edición.
Internacionales. El 40% de las galerías acuden a Arco desde fuera de España con programas centrados en stands dedicados a un solo artista o a dos en diálogo.
Artistas. El comité organizador de la feria ha seleccionado 164 galerías dentro de un programa general que incluye nombres de referencia como Lisson Gallery, Hauser & Wirth, Denise René, Michel Rein o Esther Schipper. En sus stands podrá verse obra de creadores como Ai Weiwei, Anish Kapoor, Louise Bourgeois, Jenny Holzer, Maria Thereza Alves o Thomas Demand.
En proyección. El programa Opening, dedicado a galerías con un máximo de siete años, reúne a 18 nombres españoles e internacionales.
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