Daniel Canogar, artesano de la tecnología
El artista lleva al estand de EL PAÍS en Arco su reflexión sobre cómo archivar lo que se escapa sin tregua a través de móviles, aparatos de vídeo y otros objetos caducos
Entrar en el mundo de Daniel Canogar, artista encargado del estand de EL PAÍS en Arco, es sumergirse en un universo poderoso y complejo, donde el espectador se sobrecoge frente a un laberinto imponente construido a partir de las más sofisticadas tecnologías. Y se queda al tiempo hipnotizado por el ritmo de luces imparables, oscuridades detenidas, secuencias precisas, extraños tejidos mutantes que traducen lo concreto en abstracto —el mundo debe ser vuelto a narrar—. De repente, lo que aparece frente a los ojos se ha vuelto pretérito en el momento mismo de estar ocurriendo, transformación perpetua. En otras ocasiones, el juego propuesto dirige a una recurrencia sistemática que escenifica la ilusión del cambio. Es, en todo caso, un mapa de precisiones tercas que exigen al artista una pericia con poco lugar para la improvisación o los errores: cada engranaje tiene que ser exacto, pues cualquier desvío situaría el recorrido en el punto de partida. Volver a empezar.
Pero Daniel Canogar es un artista de estrategias, se hace patente en su forma de tejer nuestro embeleso frente al prodigio, obligándonos a sumergirnos con el cuerpo completo igual que en un sueño o en un recuerdo. Porque es un artista de estrategias y no da muchos pasos en falso. Conoce bien las trampas de la tecnología y el big data, reconoce su naturaleza implacable de archivo obsolescente —siempre queda un dato por sumar, un gadget nuevo, una última actualización de programa…—. La información se queda anticuada en un lapso brevísimo de tiempo y se escapa entre los dedos, sobre el teclado, en fuga igual que la existencia. Corremos tras ella como quien persigue a un fantasma: no sirve de nada. En la sociedad del hipervínculo y las redes, el futuro es pasado en el momento mismo de ocurrir.
“No se quedan sólo obsoletas la información o las cosas. Nosotros mismos empezamos a sentirnos pasados. Quizás es el miedo a quedarse atrás lo que empuja a ese update constante. Es la tensión entre querer seguir ahí y saber que todos estamos destinados a envejecer y a morir”, comenta Canogar mientras se pasea entre unos trabajos donde los cambios de luz son apenas perceptibles. “Estos son volcanes. La obra está detectando unos 1.200 en todo el mundo. En cuanto hay un cambio de estatus en un volcán, lo manifiesta”.
“No quedan solo obsoletas las cosas. Empezamos a sentirnos pasados nosotros, lo que empuja a un 'update' constante”
Cerca, otra obra está conectada a una estación de control atmosférico y va registrando las tormentas. En su caso no se trata de camuflar ni ocultar los entresijos, tal y como ocurre con buena parte de las obras con base tecnológica, nunca lo ha hecho. Canogar busca el desvelamiento de la materialidad, de modo que las piezas se presenten frágiles y expuestas. “Cuando voy a una sala busco el videoproyector. Para mí tiene una presencia escultórica. Es una forma de reivindicar la materialidad de los soportes y su belleza plástica. Además, detrás de estos inventos está siempre la ingeniería, que para mí es una forma de arte”, reflexiona.
Un poco más allá, una tercera pieza recoge los incendios en el mundo también en tiempo real. Ahí radica la estrategia precisa de Canogar: si le interesa la visualización de los datos, aspira a que éstos permanezcan en el territorio de la abstracción. No quiere desvelar los lugares: “En el fondo, estas obras son criaturas que están escuchando los ecos del planeta”.
Ciertamente, las piezas de Canogar tienen mucho de criaturas que traducen los big data a una forma de reflexión poética. Lector confeso de Jonathan Crary y sus estudios del impacto de la tecnología en la visualidad desde finales del siglo XIX, Canogar tiene mucho de arqueólogo en su fascinación por los artefactos tecnológicos del pasado, que atesora como un coleccionista de utopías. “Cada vez visitaba con más frecuencia los centros de reciclaje, no tanto por la basura, sino por las huellas de quienes habían soñado, amado, muerto en esos colchones; de quienes habían tecleado en ese ordenador”.
Y Canogar regala una nueva vida a esos artefactos caducos: móviles, máquinas tragaperras, aparatos de vídeo… Es un diálogo con la obsolescencia que permite que los objetos rotos, arrinconados, descartados cuenten una nueva historia —“es importante la humildad de dejar que el material haga lo que quiera”—. A veces son deliciosas máquinas solteras —en el sentido duchampiano—, sistemas que no producen nada sino su propia existencia, bellas construcciones del despilfarro, según Umberto Eco, que desvelan el funcionamiento y la textura del VHS.
“Es importante la humildad de dejar que el material haga lo que quiera”
En otras ocasiones, 2.400 DVD —a la vez pantalla y espejo, caleidoscopio hipnótico de una inusual historia del cine desde Hollywood a Bollywood— son visionados y se convierten en fragmentos de una especie de archivo de las tecnologías arcaicas que devela la imposibilidad misma del archivo en nuestro tiempo; lo caduco del archivo como proyecto de la Ilustración en un mundo de la fragmentación y el exceso. Es la reflexión última en muchas obras de Canogar: cómo detener —archivar— lo que se escapa sin tregua.
Por eso Daniel Canogar trabaja como un artesano, a pesar de la sofisticada tecnología tras sus piezas. Pespuntea los restos arqueológicos, teje con los cables y la visualidad un tapiz infinito de nuevas significaciones. Pronto deja a un lado la fotografía —con la que comienza su carrera y que sigue usando a modo casi de dibujo preparatorio— para centrarse en unas estructuras que son entramados, cúpulas, arquitecturas que envuelven y recuerdan a Gego —hay un libro de la artista venezolana sobre la mesa—. “Cuando hice esta pieza en los noventa no la conocía, pero me parecieron increíbles las afinidades. Para ella los propios embalajes eran obras de arte”, recuerda.
Quizás ambos andan buscando un refugio, el cielo protector que acaba por develar esa fisicidad exasperada y artesana, en los trabajos de Canogar, la que le distingue de buena parte de las obras tecnológicas. En el aeropuerto de Tampa —uno de sus proyectos públicos más ambiciosos junto con los personajes escalando la pared de Times Square y para el cual concursaron más de 500 personas—, un algoritmo está constantemente decidiendo e informando sobre las especies que se plantan, con qué velocidad crecen, cuándo florecen. “Voy a tratar la obra como un jardín. A lo largo de los años iré plantando nuevas especies”.
En este jardín botánico de la más alta tecnología —quién sabe si otro guiño a las pasiones botánicas de Linnaeus, que nombraba incluso las plantas aún no descubiertas, y un homenaje a Bouvard y Pécuchet—, Canogar, coleccionista utópico, custodio de un archivo de esfuerzos inútiles, artesano tecnológico y tejedor de tapices físicos y visuales, reflexiona sobre la tecnología misma: “Hay otra forma de entender y ver el mundo que va mucho más allá de nuestros órganos sensoriales. Tiene que ver con estas extensiones tecnológicas que casi son extensiones neuronales a partir de las cuales percibimos cosas que antes no habitaban nuestra mente”.
Las obras de Canogar, criaturas vivas de existencia casi trágica, proponen así al espectador cierta añoranza del añorar, cementerio melancólico del resto —el residuo— que al tiempo reflexiona sobre el poco tiempo para la melancolía. Pues mientras lo pensamos, el pensamiento ya se ha ido y, como dijera el Tío Vania de Chéjov, “hay que trabajar”.
Pura visualidad
Daniel Canogar, autor de Waves, instalación permanente en el atrio del 2 Houston Center y de una escultura de leds realizada para el atrio del Consejo de la Unión Europea en Bruselas con motivo de la presidencia española de la Unión Europea en 2010, ha elegido para el estand de EL PAÍS uno de sus temas de reflexión recurrentes: la obsolescencia de la tecnología y la información. Siguiendo su costumbre de site-specific, tres proyectores irán creando archivos de los 500 vídeos más vistos del diario en los últimos tiempos. Se visualizarán a lo largo del día, y las noticias, sepultadas bajo el propio transcurso tal y como sucede en la realidad informativa, convertidas en bellas estelas de colores —metáfora de la rapidez con la cual dejan de ser novedad—, crearán una especie de tapiz que refleja cierta estrategia muy querida para Canogar: transformar lo concreto en abstracto; la noticia en visualidad pura.
Su prolífica trayectoria incluye Clandestinos, una videoproyección sobre monumentos emblemáticos presentada sobre los Arcos de Lapa de Río de Janeiro, la Puerta de Alcalá de Madrid y la iglesia de San Pietro in Montorio en Roma; proyectos públicos como Times Square, una intervención de vídeo en 47 de las pantallas de Times Square o el aeropuerto de Tampa en Florida, e invitaciones a citas como el Sundance Film Festival 2011 en Park City.
Con su instalación en Arco 2017, Daniel Canogar se une a la larga nómina de creadores que a lo largo de los años han desarrollado proyectos para el estand de EL PAÍS. Entre ellos figuran los escultores Cristina Iglesias, Jaume Plensa y Manolo Valdés; pintores como Juan Navarro Baldeweg, Miquel Barceló, Carmen Laffón, Luis Gordillo, Fernando Botero y Eduardo Arroyo; fotógrafos como Alberto García-Alix, Joan Fontcuberta, Leopoldo Pomés o Alberto Schommer; el cocinero Ferran Adrià; el dibujante Max; artistas callejeros como Neko, Nuria Mora, Spok y Sixeart; y artistas multimedia como la argentina Liliana Porter, la española Esther Ferrer o el colectivo cubano Los Carpinteros.
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