¡Oh la land!, la película del siglo no es para tanto

Quienes consumimos días enteros de vida atrapados en el atasco de casa al tajo y del tajo a casa sabemos que en esas horas muertas pasa de todo por nuestras cabezas. La lista de la compra y la de los deseos. Los sueños más húmedos y las certezas más secas. Las mejores ideas y los peores miedos. Por eso, la primera secuencia de La ciudad de las estrellas (La La Land), con una multitud haciendo de un embotellamiento una fiesta promete eso: la esperanza si no de un día, sí de un rato perfecto. Ese que, según las canciones de todas las épocas puede por fin darle la vuelta a tu perra existencia, oh, sí, oh baby, oh yeah. Por eso, y por el ensordecedor bombo y platillo que la precede, una espera salir del cine, no sé, si no con la moral, sí con las pajarillas por todo lo alto. Y sí, sales con una sonrisa boba de qué bonito, qué guapos, qué bien bailan, cuánto se quieren y cuántas vueltas da la vida. Pero vamos, que tampoco es para tanto.
Vaya por delante que no soy público objetivo de los musicales, ni en directo ni enlatados. Que me inunda la vergüenza ajena en cuanto veo a un adulto arrancarse a cantar y a bailar así a lo tonto sin venir a cuento. Y que, confieso, me suelo dormir en el cine a poquito que el guion y/o la belleza de los intérpretes, que no de los marcos incomparables —en eso, como en todo, soy más de paisanaje que de paisaje— no me agarre del pescuezo y me atornille a la silla en los diez primeros diez minutos. O sea, que el hecho de aguantar despierta y con razonable actividad cerebral durante las casi dos horas de la cinta ya es un mérito reseñable de la misma, y eso que en varios momentos el exceso de glucosa en pantalla —la escena del planetario es puro almíbar en vena— amenaza con provocar un coma diabético al espectador más hipoglucémico. Pese a ello, o quizá por eso mismo, por la constante expectativa de un naufragio en miel que nunca llega, tamaño pastelón no resulta del todo indigesto.
A ello, desde luego, contribuyen el poderoso encanto e idoneidad de los actores para sus respectivos roles. Emma Stone y Ryan Gosling están literalmente para comérselos. Da gusto verles, juntos y por separado, encarnando la viva estampa de la juventud, la gracia, la alegría de vivir, la ilusión, el anhelo y las ganas de comerse el mundo y el uno al otro, y no necesariamente por este orden. La música, qué menos en un musical que homenajea a los clásicos del género, es encantadora, eficaz y envolvente. Los vestidos, preciosos. La ambientación, deliciosa. La atmósfera, primorosamente conseguida. Los secundarios, adorables. Todo ideal de la vida. Y, sin embargo, a instantes te toca la fibra más íntima. Esa mirada ansiosa de la Stone. Ese arqueo de ceja de Gosling. Esa excitación de las vísperas, esa opresión del pecho de cuando todo puede suceder, aunque luego no suceda. Esa nostalgia de lo que pudo haber sido y no es. Esas ideas que se te pasan por la cabeza en un atasco antes de que acabes repasando la lista de la compra y la de los deseos. La de los sueños más húmedos y las certezas más secas. La de las mejores ideas y los peores miedos. Pero esa es otra película. Y no de Hollywood, precisamente.
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