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Lucha de carneros y batalla decisiva

Los generales franquistas preferían el choque frontal; los republicanos, la ofensiva estratégica. Ambos eran buenos para ocupar territorios y malos para conducir una guerra

Franco asiste a una contraofensiva de la batalla del Ebro.
Franco asiste a una contraofensiva de la batalla del Ebro.MIGUEL GÓMEZ

Pues resulta que no, que Jorge M. Reverte no había puesto broche de oro a su pasión por la Guerra Civil con El arte de matar, un excelente ensayo sobre tácticas y estrategias desarrolladas por los dos Ejércitos españoles, llamados nacional uno, y popular el otro, en un tiempo en que la nación se levantó contra el pueblo. Resulta que tenía guardada una penúltima entrega para seguir alimentando lo que bien puede llamarse “Biblioteca Reverte de la guerra civil española”. Fruto de esta dedicación, y de la colaboración estrecha de Mario Martínez Zauner y de Ignacio d’Olhaberriague, es el recorrido que nos lleva, ahora a ras de suelo, desde los días de la rebelión militar que, con su parcial fracaso, dio origen a la guerra hasta el último parte que la daba por terminada, sin armisticio ni paz.

Informes, maniobras de distracción, campañas, ocupación y pérdida de terreno, tropas y jefes militares, recursos logísticos, armas y municiones, aviones, bombardeos, todo, en fin, minuciosamente detallado, desde el día en que se prepara cada batalla hasta su resultado final. Madrid, el Jarama, Guadalajara, Brunete, Belchite, Teruel, sin olvidar el norte, para culminar, tras la fallida ofensiva nacionalista sobre Levante, en la batalla más larga y mortífera, y la más desastrosa para la República, la del Ebro. Cada una con la sucesión de estados de ánimo que van desde la inquietud y las cábalas por lo que el enemigo pueda estar tramando a la euforia del triunfo, para acabar en la desolación del frente derrumbado o el desfile en la plaza conquistada.

¿Por qué duró tanto la guerra? ¿Por qué no se llegó a un armisticio o a una suspensión de armas que condujera a un plebiscito? ¿Por qué triunfaron los militares sublevados? En una ocasión, hace muchos años, dijo Ramón Salas Larrazábal, en uno de esos cientos de congresos o conferencias sobre la guerra que se organizaban cuando éramos amnésicos, que los jefes y oficiales españoles, aparte de no haber recibido más educación militar que la procedente de la escuela francesa y de contar como única experiencia la adquirida en la guerra de Marruecos, eran en conjunto eficientes comandantes, pero incompetentes generales: sabían mandar un batallón, pero carecían de experiencia y conocimiento para el mando de grandes cuerpos de Ejército; en resumen, buenos tácticos para la ocupación de un territorio, pésimos estrategas para la conducción de una guerra.

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Muchos años después, la conclusión que puede alcanzarse, tras recorrer con los autores de estas grandes batallas todo el camino que lleva de Madrid al Ebro, es que entre Francisco Franco, generalísimo del Ejército nacional, y Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor Central del Ejército popular, con todas las abismales diferencias que los separan, no existía una distancia radical en lo que se refiere a su competencia para la campaña y su incompetencia para la guerra. Para lo militar, son como las dos caras de la misma moneda, siendo la moneda la Gran Guerra, y sus caras la ofensiva frontal y la batalla decisiva. Más brillante, más audaz Rojo, capaz de convertir lo que ideaba como maniobra de distracción para aliviar un frente en una ofensiva en toda regla; más cauto, más empecinado en la lucha de carneros Franco, fiándolo todo a la masa de hombres que podía enviar al matadero en cada ofensiva frontal, como fue la norma en la Gran Guerra.

Pero también como en la Gran Guerra, Rojo —y Negrín con él y antes Prieto— siempre soñó con la batalla decisiva; como le dijo a Azaña, ya en noviembre de 1937: “Con mi plan de atacar Sevilla, nos lo jugábamos todo; pero si salía bien, la guerra estaba ganada”. Su plan pudo llevarlo a la práctica en Teruel y en el Ebro y, en los dos casos, las brillantes ofensivas culminaron en el derrumbe de su propio frente porque todo dependía de varios si… que no estaba al alcance de su mano controlar: Rojo andaba sobrado de si…, nos recuerdan los autores, y esta es la clave de todo el asunto. Franco, sin embargo, desde su fracaso en Madrid, no organizó ninguna batalla decisiva, solo ofensivas frontales para ocupar o recuperar terreno: tardó mucho, irritó a Hitler y Mussolini, pero no sabía hacer otra cosa.

Sí, tienen razón Jorge M. Reverte y Mario M. Zauner cuando afirman que la historia de que Franco retrasó a propósito el fin de la guerra para así mejor proceder a una sistemática limpieza de su retaguardia no pasa de ser una coartada para explicar su fracaso ante Madrid. No triunfó antes porque enfrente había un Ejército capaz de resistir, como por dos veces demostró Miaja, una en Madrid, en 1936; otra en Valencia, en 1938. Un Ejército capaz también de montar ofensivas de gran estilo. Al final, este fue el error decisivo del tándem Negrín/Rojo: desechar la defensa elástica y los hostigamientos parciales por la ofensiva que cambia el curso de la guerra. Lo cambió, ciertamente, pero en contra de quienes habían tenido la osadía de lanzarla fiándolo todo a un si…

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Autor: Jorge M. Reverte y Mario Martínez Zauner


Editorial: Galaxia Gutenberg


Formato: tapa blanda (400 páginas).


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