Involución en la museología
El Museo de Colecciones Reales, que tardará en abrirse al menos dos años, hará un discurso sobre el legado de la monarquía
A un lado de la aún grata cuesta de la Vega de Madrid se levanta el edificio destinado a albergar próximamente el Museo de Colecciones Reales. Se alza en el sector más sensible de la llamada Cornisa del Manzanares, donde Madrid tuvo su origen como alcazaba, donde se levantó su desaparecido alcázar y lució casi en solitario el palacio de Oriente durante mucho tiempo, para reinterpretarse más tarde, sobre todo desde que se consumara la edificación de la catedral de la Almudena, con cuyo solar linda el nuevo museo, como lugar de fusión de arquitecturas. En 2002 se confió esta construcción al estudio Mansilla+Tuñón, ganador de un muy disputado concurso internacional. Una súbita muerte descolgó en 2012 a Luis Moreno García-Mansilla como corresponsable del proyecto. El inmueble, encastrado en la cota inmediatamente inferior a la cornisa palaciega, realiza el efecto de un volumen de contención sobre lo que le sobrepasa, el palacio y el templo. Su difícil función de arquitectura capaz de vencer disonancias constructivas entre el templo y el palacio se resuelve felizmente al concebirse como basamento neutro.
Por otro lado, toda la concepción de esta fábrica de hormigón, revestida de granito en su exterior, superposición de unidades espaciales porticadas de diversa altura, es conforme a un uso museológico abierto a múltiples posibilidades. La propuesta consiste en lo fundamental en grandes espacios diáfanos que se recorren según un itinerario descendente en cuatro alturas. En este sentido, el complejo museológico fue pensado por sus arquitectos como expectante anfitrión de museografías que no condiciona significativamente. La edificación solo determina una fórmula de convivencia entre arquitecturas, a las que sirve de zócalo, y unas pautas de itinerancia por espacios concatenados de diversa capacidad, pendientes de alojar obras de interés artístico. Son muchos miles de metros cuadrados los que quedan a disposición de Patrimonio Nacional para la ocupación de las salas, cuya funcionalidad depende ahora del uso que les dé su comitente.
La traza museográfica responde al ejercicio más anómalo que
se pueda imaginar
Las colecciones de Patrimonio Nacional, organismo público que se ocupa de los bienes de titularidad estatal afectos a la representación de la Jefatura del Estado, son muy notables: decenas de miles de objetos históricos y bienes artísticos que se encuentran en los Reales Sitios o almacenados. Una parte de ellos entrará temporal o permanentemente en el nuevo edificio, concebido, a diferencia de los palacios y de los conventos, como museo. Ese es un contraste fundamental, puesto que los bienes expuestos en los Reales Sitios visitables conforman, digamos, el ajuar de residencias o de espacios de representación de la Corona, mientras que en un museo no se insertan para desempeñar esa función. Así ocurre, al menos, según se entienden desde hace muchos años las prestaciones que conciernen a los museos.
Patrimonio Nacional ha querido proyectar demasiadas ideas, y quizá obsoletas
El beneficio social que puede aportar el Museo de Colecciones Reales radica en hacer accesibles al público, en espacios exclusivamente concebidos para su disfrute y estudio, colecciones como la del hoy clausurado Museo de Carruajes, la muy importante de tapices y múltiples objetos suntuarios y obras artísticas que no se muestran o a las que se llega con dificultad. Sin embargo, el plan museográfico en el que trabaja Patrimonio Nacional, ya dado a conocer por sus responsables, para este nuevo y costoso establecimiento responde al ejercicio más anómalo de cuantos puedan imaginarse, pues se propone servirse de las colecciones para establecer un discurso sobre el legado histórico de la monarquía española. Prevé una traza museográfica fija que daría cuenta de los logros de las dinastías de los Trastámara, los Habsburgo y los Borbón, a cuya representación se rendirían las piezas expuestas, en conjuntos cuya composición sería susceptible de cambios para hacer rotar partes de la colección.
Aleccionar sobre las virtudes de una institución política, por loable y majestuosa que sea, no es cometido de un museo. Más aún si se trata de una institución refrendada por la Constitución vigente, representada ya en el orden político y cuya legitimidad nadie en su sano juicio debería unir a la elocuencia programática de un discurso museológico sobre su historia. Demasiadas ideas han proyectado en Patrimonio Nacional para este museo, y quizá extraídas de manuales escolares obsoletos. Y flaco favor hacen a la racionalidad museológica cuando, en lugar de fijarse en modelos admirables que nos quedan más cerca, se alían con ejemplos tan lejanos como el del Museo Nacional de Bangkok, cuyo pabellón principal está enteramente destinado a la apología de la dinastía reinante en Tailandia. Imaginemos que el Museo del Prado, cuyas principales colecciones, como es bien sabido, pertenecieron, como las de Patrimonio Nacional, en su día a la Corona, buscara inspiración para su plan museológico en la bóveda del Casón, en la Alegoría del Toisón de Oro pintada allí al fresco por Lucas Jordán; la involución y disfuncionalidad de la pinacoteca quedarían garantizadas. Tan o más inimitable es el techo pintado por Giambattista Tiepolo en un lugar preeminente del Palacio Real, Triunfo de la monarquía española, pero en el Museo de Colecciones Reales piensan que serán capaces de emularlo.
Javier Arnaldo es profesor de Historia del Arte de la Universidad Complutense.
Babelia
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