Eduardo Mendoza: “¿Gamberro y caballero? No es mala combinación”
El último premio Cervantes repasa su carrera y habla de Barcelona, de sus grandes éxitos, las modas literarias, la censura, la dimensión humorística de su obra y de Marta Sánchez
Eduardo Mendoza cumplirá 74 años el próximo 11 de enero y el 23 de abril recibirá el Premio Cervantes. Ahora pasa más tiempo en Londres que en Barcelona, pero ha vuelto a su ciudad natal para pasar la Navidad. Sentado en la cafetería del Museo Marítimo, el escritor parece más abrumado por las fiestas que por los honores. En 2015 se cumplieron 40 de su debut como novelista con La verdad sobre el caso Savolta. Ese mismo año publicó en Seix Barral, su editorial de siempre, El secreto de la modelo extraviada, su última novela por ahora, otra disparatada peripecia del detective loco nacido en 1979 con su segunda obra: El misterio de la cripta embrujada. Hay un Mendoza serio y un Mendoza humorístico. Los dos son corrosivos, los dos tienen lectores devotos.
PREGUNTA. Es imposible encontrar a alguien que hable mal de usted. Para los jóvenes es un gamberro; para los mayores, un caballero. ¿Usted qué se siente?
RESPUESTA. Ninguna de las dos cosas, pero no me parece mala combinación. Si eres solo un gamberro, eres un indeseable. Si solo eres un caballero, eres un muermo.
P. Todos lo clasifican como escritor de humor, incluso el jurado del Cervantes. ¿Se identifica con la etiqueta?
R. Tengo que asumirlo: he hecho una parte de mi obra no ya con humor, sino claramente humorística, o sea, planteada para hacer reír. No de humor, de risa. Creo que a través de mí el jurado del Cervantes ha querido reconocer una vertiente de la literatura que hasta hace poco se consideraba de segunda fila.
P. La tradición española está llena de chistes y, a la vez, de reparos hacia el humor.
R. Es cierto. De hecho, la literatura de humor española ha sido fundacional. La literatura de humor inglesa nace cuando leen el Quijote y la picaresca. La francesa, porque leen a Cervantes y a Quevedo.
P. ¿Cómo se explica entonces ese desdén?
R. Quizá porque somos dados al chiste, al juego de palabras y a la risa en el bar identificamos el humor con lo relajado. Eso ha provocado olvidos en el canon contemporáneo de escritores muy valiosos.
P. ¿Por ejemplo?
R. Mihura, Jardiel. Mihura está a la altura de muchos escritores dramáticos. Sin embargo, parece que es para el domingo por la tarde, cosa de chiste.
"El chiste es algo extraordinario, un minirrelato con sorpresa. Es la esencia misma de la ficción"
P. ¿Le gustan los chistes?
R. Mucho. El chiste es algo extraordinario, un minirrelato con sorpresa. El chiste y el juego de manos me fascinan. El trabajo lo pone el receptor, que se deja llevar por el engaño. Es la esencia misma de la ficción.
P. ¿Tiene alguno favorito?
R. Alguno, pero no te lo voy a contar [se ríe]. Los cuento muy mal.
P. El chiste malo también es un género.
R. Claro, solo con decir “te voy a contar un chiste”, el que escucha empieza a reírse. Esa complicidad es estupenda. Ojalá la literatura tuviera esta rapidez de comunicación.
P. ¿No tiene miedo de que se lean como de humor sus libros serios?
R. No es un temor, es la realidad. Hay gente que me ha dicho que se ha reído mucho con un libro que yo he escrito totalmente en serio. A veces me veo como esos actores cómicos que quieren hacer un papel dramático y, nada más aparecer, la gente se ríe.
P. ¿Alguna vez ha pensado cómo habría sido su carrera si en lugar de empezar a publicar con La verdad sobre el caso Savolta hubiera sido con El misterio de la cripta embrujada?
R. Sí, pero no hay respuesta. El Savolta es la primera novela que publiqué, pero antes había escrito cosas que intenté publicar y, por suerte, me rechazaron. Y eran de humor. Me metí en el Savolta porque también me interesaba la novela de gran calado.
P. ¿Es cierto que quemó esas primeras novelas?
R. Sí, claro. Para no tener tentaciones o que las tuviera alguien. Pensé: “Si me muero tal vez lo publican y quedo muy mal” [se ríe]. Las quemé para favorecerme a mí mismo y a los posibles lectores.
P. A veces, sin embargo, ha abandonado una novela y la ha retomado luego. La ciudad de los prodigios, ¿no?
R. La empecé porque yo continuaba con el mismo estilo del Savolta, entre novela histórica y memoria colectiva, pero el Savolta se me fue de las manos. Pensé que era un libro que iba a pasar más o menos inadvertido y de repente… Salió en 1975, murió Franco y aquello creó una expectativa respecto a la segunda novela que me paralizó.
P. ¿Qué título le gusta más ahora: el que rechazó la censura —Los soldados de Cataluña— o el que se publicó, La verdad sobre el caso Savolta?
R. Me he acostumbrado tanto al caso Savolta que ya casi no reconozco Los soldados de Cataluña. Entiendo que tiene unas resonancias que le parecieron mal al censor aunque no estaban en el texto. Ni en el propio título, que era un fragmento de una canción poco elogiosa para Cataluña. La novela era crítica y venía a decir que los soldados de Cataluña eran los pistoleros de un bando y del otro, patronos y anarquistas. El nuevo título era más neutro y permitió que la novela se leyera en términos más literarios que combativos. Me favoreció. La censura arreglaba muchas cosas [se ríe].
P. Pero la censura hizo dos informes muy distintos. El primero dice que es un “novelón confuso y estúpido”. El segundo parece de un crítico literario: “A la trama detectivesca, basada en una rica descripción de los personajes, se suma una buena dosis de humor…”.
R. Los dos son críticos literarios. Es algo enternecedor. El censor solo tenía que decir sí o no, pero como se pasaba el día leyendo no podía evitar ejercer de crítico. En dos informes de la misma institución y con solo dos años de diferencia, ya hay un cambio en la manera de leer. Uno es un hombre del antiguo régimen; el otro, alguien que ya ha asimilado la novedad y piensa: “Aquí se abren puertas…”. Es un posmoderno, ¡un censor posmoderno!
P. Alguna vez ha dicho que el Savolta supuso no tanto un cambio en la forma de escribir como en la forma de leer.
R. Al margen de la calidad, suponía la recuperación de la narrativa, el redescubrimiento de Baroja y Valle-Inclán no como viejas glorias, sino como escritores, el nuevo papel del cine… Antes de la guerra el cine era solo un pasatiempo popular, pero nosotros lo vemos como una narrativa: John Ford y Hitchcock nos parecen más importantes que Delibes. Es lo que Fernando Savater llamaba la infancia recuperada. Era decir: cuánto nos gustaban Tarzán, Sherlock Holmes o Moby Dick y no hemos podido volver a ellos. Lo intentamos muchos: Javier Marías con Travesía del horizonte, Vázquez Montalbán con la novela negra… No fui el único.
P. ¿No fue una respuesta al experimentalismo?
R. Ahora se simplifica mucho. Hace poco fue el centenario de Luis Romero. Ahora es un autor olvidado, pero cuando yo era joven era lo que se leía. Los experimentos formalistas los leíamos cuatro sufridos aficionados, la gente leía a Luis Romero, a Ignacio Agustí… Toda esa literatura de consumo, no necesariamente mala.
P. “La novela de sofá está agotada”, dijo en 1996, cuando publicó Una comedia ligera.
R. Esa frase me perseguirá toda la vida. Soy un bocazas y digo cosas que se interpretan de manera muy radical. Lo que yo decía es que había entonces un tipo de novela surgido para recuperar la narración tradicional y que, a su vez, estaba acabando el ciclo. Se creó gran revuelo, pero yo tenía toda la razón. La prueba es que empezaron a salir las novelas del nuevo ciclo: Soldados de Salamina, mezclas de crónica y ficción, biografías ficticias, Vila-Matas, la metaliteratura… La que ahora está en primera fila y que también, en su momento, pasará. Decir que los ciclos empiezan y terminan no es algo tan llamativo, más bien es una perogrullada.
"Las ciudades son malvadas y mi crónica de Barcelona es de sucesos. Me dan la medalla de hijo predilecto cuando en realidad me tendrían que expulsar"
P. Hablando de cosas que le perseguirán, ¿se siente atrapado entre el Savolta, La ciudad de los prodigios y Sin noticias de Gurb? ¿Se han minusvalorado otros libros suyos, como Una comedia ligera?
R. Hay novelas en las que he puesto interés, trabajo, emoción, no sé qué, lo que se ponga en las novelas, pero que no han funcionado. Lo normal es eso, no las campanadas, que en mi caso vinieron de la mano de cosas ajenas a la literatura. El Savolta se publica cuando empieza la Transición y todo lo que pasa en ese momento está tocado por una especie de energía atómica. Luego, La ciudad de los prodigios coincide con la transformación de Barcelona.
P. Que muchos empezaron a considerar “ciudad de los prodigios”.
R. Y eso que el título se refería a la ciudad de los pobres infelices que se quedan con la boca abierta con cualquier cosa. Pero de repente Barcelona despega y se convierte en referente turístico mundial. No puedes pedir que eso pase en cada novela: que el mundo se ponga a tu favor. Quizás las otras no estaban bien planteadas. Hay una, la que menos fortuna ha tenido, a la que le tengo especial cariño: Mauricio o las elecciones primarias. Quería dar cuenta de la pos-Transición, del desengaño, del fin de los sueños de una generación. Tal vez no supe transmitirlo.
P. ¿Tal vez porque nos tocaba más de cerca?
R. Puede ser. Es un pasado más próximo que choca con las vivencias de la gente mientras que lo otro eran tierras vírgenes. Lo que nunca he entendido es el fenómeno de Sin noticias de Gurb. Me sobrepasa, pero estoy encantado.
P. ¿Marta Sánchez le dijo algo?
R. No, nunca hemos coincidido. También ella fue víctima de las circunstancias. Cuando se me ocurrió que el alienígena se mimetizara con un terrícola, ella estaba en las portadas de las revistas porque era una cantante de buen ver, frescachona. Fue la primera que se me puso por delante. Yo no podía saber que 20 años más tarde traductores de los países más diversos me preguntarían: “¿Quién es Marta Sánchez?, ¿cómo lo traducimos?”.
P. Tal vez pase a la historia por su novela y no por los discos de Olé Olé. Algunos traductores la cambiaron por Madonna.
R. Sí, y yo me oponía. Me parecía una mala traducción porque era un fenómeno más inmediato, local, no venía de Hollywood, estaba en los quioscos y en los programas de televisión de fin de año. Era la fantasía erótica de los niños. Había algo muy tierno en eso. Sin noticias de Gurb es una novela de adaptación, un relato absurdo de cómo uno se adapta a través de los churros, de una cantante pechugona. Esa adaptación me llamaba la atención entonces. Yo volvía de Nueva York y en España empezaba a haber inmigrantes, y los inmigrantes se adaptan por el fútbol y la televisión, siempre por abajo, no leyendo el Quijote y a Ortega y Gasset.
P. ¿De qué se asombraría ahora un extraterrestre si hubiera segunda parte?
R. Es imposible que haya segunda parte porque yo ya no vengo de otra galaxia, como mucho estoy a punto de irme a otra galaxia [se ríe].
P. Ahora vive en Londres, podía ejercer allí de alienígena.
R. Vivir fuera ayuda a darse cuenta de lo poco que uno sabe. Por eso, cuanto más estoy fuera, más barcelonés soy. Lo único que puedo llegar a vislumbrar, no digo siquiera a entender, es mi cuna y mi lugar de formación. Es de lo único que puedo hablar. Yo estoy ligado a Barcelona como todos los escritores están ligados a su ciudad, a su familia y, a veces, a su jardín de infancia y poco más.
P. La Barcelona que sale en sus libros es una ciudad chusca. Su crónica es poco gloriosa, nada heroica.
R. Efectivamente. Las ciudades son malvadas y mi crónica es de sucesos. Lo que pasa es que, como lo que importa es que hablen de uno, pues qué bien que hablen de Barcelona. Me dan la medalla de hijo predilecto cuando en realidad me tendrían que expulsar. Las ciudades, los pueblos, cualquier comunidad humana es por definición darwiniana y caníbal.
P. Para colmo le dan el Cervantes. ¿Ha pensado en el discurso?
R. Aún no. Lo que sí he hecho es leer algunos discursos anteriores. Y no debería, porque son de muy alto nivel. Alguno es extraordinario, como el de Ferlosio, una pieza que casi da pena que se desperdicie en un discurso. Yo no me veo con ánimo de hacer algo así, una lección magistral. Pero tienes que aprovechar la ocasión. No puedes ser pedante ni decir “muchas gracias” y contar dos chistes. Hay que decir que has llegado a una conclusión, pero yo todavía no sé a qué conclusión he llegado.
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