Muere el escultor Francisco López a los 84 años
El artista desempeñó un papel crucial en el movimiento artístico del realismo madrileño
Hijo, hermano, esposo y padre de artistas, la vida de Francisco López Hernández, fallecido ayer, domingo, en Madrid a los 84 años no se puede concebir obviamente al margen del arte y, en su caso, de la dimensión más callada del arte, cuando este está cargado de un silencio reverenciable. En cualquier caso, aunque fuese mucha su personal discreción, nadie debería ignorar el crucial papel de López Hernández (Madrid, 1932-2017) en lo que se ha venido en llamar realismo madrileño, junto a figuras heráldicas de parecido cuño, como las de Antonio López García (Tomelloso, Ciudad Real, 1936), Julio López Hernández (Madrid, 1930), su hermano; su mujer, Isabel Quintanilla , y, en general, sus demás amigos y cómplices, como María Moreno (Madrid, 1933); Amalia Avia (Santa Cruz de la Zarza, Toledo, 1930- Madrid, 2011)... todos ellos unidos muchas veces por lazos familiares.
Esta agrupación mejor que grupo, porque se enhebró a través de la convivencia y la amistad más que por presupuestos ideológicos, generó un modo de entender y hacer arte que ha sobrevivido con luz propia por completo a contracorriente. Lo de menos en este peculiar estilo de los realistas madrileños era su carácter figurativo, porque lo verdaderamente importante ha sido y es su afán por captar lo más inaprensible entre lo visualmente aprensible; por ejemplo, la luz, o, el reposo de las cosas cuando se diluyen en lo cotidiano.
Más o menos agrupados, lo cierto es que cualquiera de los miembros de este realismo madrileño tiene su particular cuño y personalidad. En el caso de Francisco López Hernández su singularidad se sustanciaba a través de su dibujo incomparable o mediante la manera de conseguir terciar el sentido del espacio y del tiempo, el ser de los enseres, la aspereza y la dulzura del tacto, lo más acariciador de lo real por saber palpar como nadie su hermosa fragilidad. Excelente escultor, antiguo discípulo de Julio Capuz en la Escuela de Artes y Oficios, entre 1951 y 1955, López Hernández tenía un portentoso sentido para modelar y componer espacios y, no digamos, para aproximarse a lo más entrañable de las figuras. No obstante, quizá su mejor cualidad artística era la de mirar sin ser visto, pues se ocultaba para así atisbar mejor el canto de la luz y encontrarse con la realidad como el más afanoso pretendiente sin pretensiones... Lo que esta humildad le restó de proyección pública, aumentó, sin embargo, la hondura de su visión. Todavía tengo muy fresca la impresión que me produjo su obra en la última exposición grupal de los realistas en la sala de exposiciones del Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, donde destacaban poderosamente sus dibujos y sus esculturas.
Fueron decisivos en su trayectoria artística los viajes que realizó a Italia y Grecia durante 1956 y su posterior residencia en la Academia Española de Bellas Artes de Roma, entre 1960 y 1964, porque estas incursiones en el corazón del clasicismo dieron un poso de belleza a su perspicaz mirada sobre la realidad. Francisco López Hernández, aun estando en proximidad con figuras tan poderosas como las de Antonio López García y la de su hermano Julio López Hernández, con los que, dicho sea de paso, colaboró en más de una ocasión, jamás quedó ensombrecido por ellos. Antes por el contrario, con el tiempo hemos visto mejor la originalidad de su perfil, que es el de un trozo de lo más auténtico del arte español contemporáneo. Es triste que haya desaparecido, pero nos queda el testimonio vivo de sus obras, que nos acompañarán siempre y quizá cada vez mejor.
Babelia
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