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TRIBUNA LIBRE

Borges, Velázquez y el buen cuáquero

Los herederos de Borges que quieren que Katchadjian pida disculpas parecen equivocarse. Más que contra él van contra el experimentalismo

Maria Kodama y Jorge Luis Borges en Egipto. Imagen del libro 'Atlas'
Maria Kodama y Jorge Luis Borges en Egipto. Imagen del libro 'Atlas'

En 1995, la empresa que vende cereales con la marca Quaker Oats acusó ante la justicia argentina a un artista gráfico que, en la tapa de Lápiz Japonés (revista de literatura dibujada), había cometido una grave falta de respeto contra su personaje más que centenario, interviniendo la imagen del cuáquero con la de una muchacha, vista de espaldas, ocupada en practicarle al buen hombre una fellatio.

Me tocó ser testigo por la defensa. La empresa argumentaba que la intervención en la imagen implicaba vileza moral y estética. Quaker Oats también estaba protegiendo su derecho de propiedad. Quienes declaramos en el juicio recordamos a Picasso y al Equipo Crónica, que, en España, había manipulado, redibujado y cortado en pedazos a Las meninas, un cuadro que cualquiera considera sagrado. Esas intervenciones del Equipo Crónica me habían fascinado tanto que fueron reproducidas (claro está que sin autorización) en una revista invisible y underground que yo dirigía durante la dictadura militar.

Estos recuerdos vuelven cuando un amigo, el escritor y abogado Ricardo Straface, me cuenta que está defendiendo a Pablo Katchadjian, a quien la viuda de Jorge Luis Borges ha llevado ante los estrados judiciales por su Aleph engordado, un librito que transcribe exactamente el famoso cuento, intercalando frases de diversa extensión. Con los 200 ejemplares aparecidos en 2009, Katchadjian explora una modalidad que, como se ve, tiene antecedentes ilustres.

La cuestión puede merecer un abordaje académico que nos llevaría a prolongadas discusiones sobre la “teoría de la intertextualidad” y los “lugares de enunciación”. Borges atrajo a muchos escritores e innumerables lectores por sugerencias, operaciones, citas falsas y verdaderas que despejan la neblina que rodea la propiedad de un texto. Y uso la palabra propiedad en todos los sentidos: estético, filológico, textual, semántico y variados etcéteras.

El Aleph engordado responde con franqueza a su título: su extensión es mucho mayor que la del original borgeano, algo que Katchadjian consiguió con sus agregados, que cada lector podrá juzgar inútiles, pueriles, atinados, ingeniosos, verosímiles o simplemente un despropósito. Katchadjian no pensó que al engordar el cuento de Borges estaba faltándole el respeto a una obra de arte. No es feligrés de la religión que impone como mandamiento que las obras son intocables, porque de lo contrario se corrompen. Cree en esa frase repetida en los simposios literarios: la escritura es una lectura, y obviedades de esa naturaleza. No se le puede perseguir por sus creencias estéticas ni exigir ante los estrados judiciales que se disculpe por ellas.

Una hipótesis sobre las intenciones de Katchadjian es más o menos la siguiente: escritor experimental, nacido después de que la idea de “intervenir” una obra se convirtió en concepto corriente y poco escandaloso en las artes plásticas, Katchadjian ya había explorado la posibilidad de intervenir textos consagrados. Su primer intento publicado (porque hubo otros que permanecieron inéditos) fue el Martín Fierro ordenado alfabéticamente, de 2007. Borges sostuvo que, en ese gran poema del siglo XIX argentino, estaban todas las historias, que era “nuestro clásico, nuestro libro canónico”. José Hernández lo escribió en algunas noches bienaventuradas del año 1872.

Pues bien, Katchadjian puso manos a la obra y desordenó los versos, eligiendo la sucesión alfabética. Hernández murió en el siglo XIX y no hubo mayor escándalo. Simplemente un suceso literario marcado por la experimentación, que suscitó algunos comentarios eruditos e intervenciones del propio autor, que sostiene que el ordenamiento alfabético permite una lectura nueva del poema de Hernández en lugar de destruirlo. A falta de viudas y abogados, las cosas no pasaron a mayores.

Hubo una razón suplementaria y probablemente más importante para que la sangre no llegara al río. Es obvio (hoy parece una banalidad repetirlo) que la intervención sobre una obra es más un homenaje que una afrenta. No habría intervención sobre un texto consagrado si quien la realiza ocultara su autoría. Hay libertad, por supuesto, para juzgar la calidad de la intervención de Katchadjian sobre el texto de Borges. Personalmente pienso que es un acto de coraje: intercalar sus propias frases entre las más perfectas, irónicas y ambiguas de un relato clásico. A diferencia de los herederos literarios, los vanguardistas no son conservadores.

Pregunta final: ¿alguien podría equivocarse frente a El Aleph engordado? No importa mucho. Incluso esa equivocación muy poco probable tendría interés literario. Por el momento, los que parecen equivocarse son los herederos de Borges que quieren que Katchadjian pida disculpas. Más que contra él, esa pretensión judicial es contra el experimentalismo. Habría que encontrar al primer responsable. Siguiendo la pista de Quaker Oats, una empresa de artefactos sanitarios elegiría a Duchamp, que hace justamente un siglo expuso un mingitorio sin pedir permiso a nadie.

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