Tinto de verano, gran reserva
Elvira Lindo reúne las cinco temporadas de artículos estivales que se publicaron en EL PAÍS de 2000 a 2005
Imaginemos la que le caería en Twitter a una escritora superventas que publicara a diario y en primerísima persona las supuestas intimidades de su veraneo con su marido académico de la lengua y sus hijos púberes en su chalé de la sierra. Pues eso, pero con el descaro de las pioneras y sin el corsé del escrutinio de la Red, fue lo que hizo Elvira Lindo cinco agostos, de 2000 a 2005, en las páginas de este periódico.
El éxito fue inmediato. Los lectores apuraban su dosis del vicio que produce creer atisbar la vida de uno mismo a través de la de los otros y esperaban el siguiente chute sabiendo que el humor, la ternura y el absurdo nuestro de cada día estaban garantizados. Quienes leyeron aquellas deliciosas piezas de la vida cotidiana las recuerdan. La editorial Fulgencio Pimentel reune ahora los 155 tintos de verano —así, como ese brebaje que refresca y entona hasta a los muertos, se llamó la serie— en un libro donde, leídos uno detrás de otro, componen un mosaico a la vez desternillante y realista del paisaje y el paisanaje de un país que, hoy, es el mismo y es otro.
El 1 de agosto de 2000 se estrenaba la película Año mariano, de Karra Elejalde y Fernando Guillén Cuervo, y el líder del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, reclamaba más seguridad al gobierno de Aznar dos días después de que ETA asesinara a Juan María Jáuregui, exgobernador socialista de Gipuzkoa. En la tele, y eso no ha cambiado gran cosa, triunfaban Gran Hermano, Operación Triunfo, Belén Esteban y Jorge Javier Vázquez. Ese día, Elvira Lindo, exitosa autora de la saga infantil Manolito Gafotas, se estrenaba como columnista diaria. “Escribe lo que quieras”, le dijeron de arriba, y ella, anticipándose al panorama de un verano sin más noticias que la ola de calor, decidió disertar sobre lo que iba a tener a tiro: su vida y la de los suyos. Así, las vacaciones de una pareja de cierta burguesía ilustrada de izquierdas y la flora y fauna a su alrededor se convirtieron en el culebrón —y la comidilla— del verano. Quienes lo leyeron recordarán a Omar, el niño de la asistenta prohijado por los veraneantes. A Evelio, el chapuzas que nunca acababa la obra. Y a los amigos de Madrid que subían de visita al pueblo y a los nativos del pueblo propiamente dicho cotorreando a muerte los unos de los otros sin más filtro que la manga ancha de la autora.
En la Real Academia hubo su choteo a costa de la presencia de uno de sus miembros, Antonio Muñoz Molina —sillón u desde 1996—, en los artículos de su esposa en el diario de mayor tirada del país. Lindo retrataba a su santo como un santo varón, en efecto, que asistía estoico a las hilarantes peripecias de su señora y su prole y protagonizaba piezas como El orangután y la orangutana, donde se describía un apareamiento de la pareja. Él, dice hoy Lindo, lo llevaba mejor que ella, que "sufría" por su esposo, a pesar de que el académico fue "el primer fan y catador" de la serie y el autor del título. Lindo quería llamarlo Payasa sin Fronteras, pero una pareja de letras —tanto monta, monta tanto— reconoce qué suena bien en cuanto lo escucha.
Hoy, dice Lindo, “sería imposible” ese “sainete por entregas”, mitad realidad, mitad delirio, en el que se reía hasta de su sombra y que le brotaba día a día —“nunca adelanté una pieza”— sin más guión que su capacidad de observación y su mente calenturienta. “Entonces escribía con libertad absoluta. Hoy me paralizaría la autocensura ante la dictadura de la corrección política. La gente se ha fanatizado con las redes sociales. Muchos leen los textos linealmente y, si se trata de provocar la risa, conviene ponerse pocos límites”. Ya lo decía Rafael Azcona, fan confeso de los tintos: “El humor ni se disculpa ni se explica”.
Leídas hoy, y a pesar de los lustros transcurridos, aquellas crónicas certifican que hemos cambiado lo nuestro, pero no tanto. Y que, en lo más íntimo, las cabras hispánicas tiramos al mismo monte por mucho que hoy estemos abducidos por las pantallas. La autora, por su parte, se reconoce y se extraña en la “inconsciente” que firmó la serie. Se cansó de ser la graciosa de turno. “Escribir una columna diaria de humor es dificilísimo. Además, parecía que, por ser mujer, no podía hacer cosas serias. Me encanta el humor, pero no quería cubrir ese hueco femenino y sí probar que era capaz de hacerlo de otra forma”. Hoy, admite, hay quien dice que ha perdido la gracia, y otros que por fin ha encontrado su camino. Lo que tiene claro Lindo es lo que le debe a los tintos: “Oficio”.
Babelia
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