‘Omega’: 20 años, tres hijos, ninguna sombra
Estrella, Soleá y Kiki derrochan amor por el legado de Morente, pero quedan aún lejos de su magisterio
Omega era un disco publicado en un sello pequeñito que acabó haciéndose inmensamente grande. Enorme. Regenerador hasta donde nadie había acertado a calcular. Celebrar el vigésimo aniversario de su alumbramiento, este vieres en una La Riviera abarrotada, es tan legítimo como irrefutable: aquel artefacto de rock, poesía y flamenco cumplirá 50 años, 70 o 100 y seguirá siendo conmemorado por quienes lean nuestros testimonios de hoy como unas simpáticas reliquias. Pero todos los honores seguirán recayendo para entonces sobre don Enrique, figura tan magna que solo sugiere palidez entre quienes osan acercársele. Incluidos, sí, sus propios vástagos.
En aquella alianza de hace cuatro lustros se confabularon mágicamente los elementos para que el arte acariciara la inmortalidad. La confluencia de ayer entre la familia Morente y sus traviesos paisanos de Lagartija Nick fue la celebración, merecida pero a ratos trompicada, de un legado fabuloso. Es difícil hacer frente a unas páginas que encarnaban el sumatorio de la inspiración, el duende, el ruidismo, los hallazgos libérrimos; un cúmulo de circunstancias, talento y hasta casualidades tan insólito y fascinante como un alineamiento de planetas. Y conste que no se pretendía con la metáfora ningún homenaje implícito.
El concierto empieza a media intensidad, como con paradiña. O incluso menos aún que eso, puesto que se entrevista extrañamente desde bambalinas a los protagonistas, con sonido precario, cables que expelen pedorretas y escaso interés entre el respetable por interrumpir sus tertulias. El reencuentro con aquella mágica "quimera lorquiana" aún tardará unos minutos en materializarse, puesto que Kiki, Estrella y Soleá, los tres retoños del maestro Enrique Morente, ofrecen sendos aperitivos de dos temas para que las conversaciones en la pista prolonguen sus cansinos coletazos. Soleá es la última de los tres, por aquello de servir como rama que conecta en un solo eslabón con la materia troncal. Pero la distancia entre heredera y patriarca es por ahora parecida a la que media entre la escritura lorquiana y la de emulaciones vagas como "Voy por el mundo y sobrevivo / y solo veo seres dormidos".
"Nos falta el jefe", resumía Estrella Morente justo antes de que echara a andar la noche, "pero nos dejó impregnados de ilusión para que la música camine sin distinciones". El único problema es que a los hijos del revolucionario aún les queda un poco lejos, o un poco grande, la revolución. Y es curioso que sea el más pequeño y de menor bagaje quien se erija en meritorio triunfador. En el único realmente convencido de que la figura paterna inspira más que intimida.
En contraste, el timbre de Soleá, rumbero y gatuno, se antoja un desperdicio en el caso de Pequeño vals vienés, donde además embarranca con una afinación dificultosa. Aunque tampoco sería justo personalizar las carencias de la recreación, que fueron más allá. La poética decadencia original reflota ahora con un desaliñado aire de desparpajo y pachanga, lejos de lo que habría sido el homenaje que Leonard Cohen merecía tres semanas después de su adiós.
Kiki Morente es dueño de un timbre precioso. Posee un decir templado y corajudo, además de una presencia escénica extrañamente magnética en un muchacho que, en los tiempos de Omega, era solo un querubín recién destetado. Su poderío icónico se incrementa cuando empuña la guitarra eléctrica en Aleluya, flamante y emotiva incluso con una voz poco rasgada como la suya. E incluso es él quien ubica en el puesto central a Estrella, la primogénita, para que esta renuncie a su comedimiento habitual y nos arañe con las aflicciones de aquella Ciudad sin sueño.
'Oye, esta no es manera de decir adiós' mostró a la mejor Soleá posible, incluso aunque los fragmentos en inglés evocaran las penalidades de un cursillo online. Y Estrella se erigió, por fin, en eclosión incandescente con Manhattan, una felicísima reinvención de First we take Manhattan a partir de un obstinato de la guitarra flamenca tan circular, fascinante y obsesivo como el baile de un millar de derviches.
Hubo abrazos, vítores, emociones. Hubo incluso una repetición de 'Omega', ese mayúsculo tema central de 10 minutos, a la vista de que el público no acababa de desalojar. Pero las sensaciones fueron más bien encontradas. Es una bendición ser hijo de Enrique Morente. Es también, claro, una responsabilidad. Un orgullo. Y es, ante todo, la garantía de un eclipse: difícil eludir las comparaciones y más difícil aún salir indemne de ellas.
Babelia
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