Del nerviosismo como estilo
Los recursos plásticos de Goecke, aunque rítmicos, pueden saturar al espectador
Hace poco, en esa misma sala roja de los Teatros del Canal, vimos el “Nijinski” de Robert Wilson interpretado por Mijail Barishnikov. Temporadas atrás, en 2003, el Teatro Real programó el “Nijinski” de John Neumeier con el Ballet de Hamburgo, y cítese que los Ballets de Montecarlo pusieron en escena en 1996 el “Petrouschka” del propio Neumeier (con un brillante Francesco Nappa en el rol principal) donde el coreógrafo indagaba en la relación tortuosa y compleja del legendario virtuoso del salto con el empresario y director Serguei de Diaghilev, y que originalmente fue creado en 1982 en Hamburgo. Estos elementos dramáticos, que parecen ser una constante ineludible, aparecieron de alguna manera en el “Nijinski, clown de Dios” de Maurice Béjart, que también tuvo varias versiones entre 1972 y 1990. Hay una declaración de Neumeier muy elocuente respecto a sus ballets sobre el mítico bailarín ruso: “Un ballet nunca es un documental”. Esto puede aplicarse al trabajo de Marco Goecke (Wuppertal, 1972) ideado para la Gauthier Company, pieza que se vio anoche dentro de la oferta del festival Madrid en Danza y que tuvo una calurosa acogida del público. No hay una pretensión biográfica sino sensorial, más que relato hay una sucesión de cuadros emocionales. Unos signos icónicos orientan progresivamente al espectador en los 90 minutos que dura la obra, al principio excesivamente extendida y oscura, con luces que poco ayudan.
Nijinsky
Coreografía: Marco Goecke; música: Frédéric Chopin, Claude Debussy y Libiana; escenografía y vestuario: Michaela Springer; luces: Udo Haberland. Gauthier Dance Company Theaterhaus Stuttgart. Teatros del Canal. Hasta el 1 de diciembre.
Hay mucho nervio en el estilo y el catálogo de movimientos secuenciales de Goecke, diríase que llega a un obsesivo nerviosismo tratado de manera rítmica y repetitiva, llevando este acento a la cota de vehículo de la dramaturgia. Se trata, a la vez, de un recurso plástico de efecto rotundo que al mismo tiempo de su efectividad corre el peligro de provocar una saturación en el espectador, lo que se produce por exposiciones muy largas que eluden la síntesis y que solapan las zonas de reflexión. No obstante, la obra es muy cerebral, intimista a pesar de su aparente grandiosidad, una ampulosidad proporcional que se acentúa por la música sinfónica (los conciertos para piano y orquesta de Chopin y la envolvente partitura de “Preludio para la siesta de un fauno” de Debussy).
Hay que decir que la plantilla de bailarines de esta compañía de ballet contemporáneo está cuidadosamente elegida y entrenada, con un nivel muy alto en lo técnico y con un sólido empaste como conjunto, lo que es posible y se refleja por un continuado, constante, trabajo con los artistas, un proceso que parte del entrenamiento diario y llega a los procesos de creación y que solamente es posible cuando se dispone de los recursos económicos y logísticos que garantizar ciertas condiciones. Este rigor resalta y da un elegante barniz al resultado, una decena de escenas enlazadas donde abundan las citas (las alas de las sílfides; el cuello ajado de Petrouschka; la erótica danza del fauno con la ninfa principal, en este caso encarnada por un hombre; los pétalos y el sillón de “El espectro de la rosa”; la chistera, el abrigo y el bastón de Diaghilev; la lira de Terpsícore dibujada casi sobre la carne como un tatuaje, como un destino). En el conjunto de 16 bailarines hay tres españoles, de ellos, dos han participado en este debut madrileño: el catalán David Rodríguez y la pamplonica Garazi Pérez Oloriz. Destacan en sus maneras de bailar también el napolitano Rosario Guerra, el suizo Maurus Gauthier y el corso Reginald Lefevre, que por cierto, acabó su formación en el Conservatorio de Madrid.
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