Dylan en el garaje
El trovador eléctrico ahonda en la tradición americana con un concierto expeditivo y libre de melaza
Cuentan que el jueves no fue el mejor día para Kevin Morby, desorientado durante algunas horas por Madrid, escaso de tiempo para la prueba de sonido y con el humor inevitablemente revirado. Nada que no se cure, como le sucedería a muchos de sus oyentes, con un buen puñado de canciones. Morby puso sus castaños rizos en danza desde el escenario del madrileño Café Berlín, alzó una voz herida pero seductora y desplegó un repertorio que seguramente le convierta ahora mismo en uno de los mejores cantautores eléctricos en las dos orillas estadounidenses.
La alusión geográfica no es licencia poética, sino más bien un resumen ejecutivo. Morby nació en Kansas City, se fogueó en Brooklyn junto a los Woods y ahora parece felizmente asentado como angelino, con lo que aglutina lo mejor de las diferentes tradiciones: la solvencia melódica, el trasfondo psicodélico, el pálpito de la poesía, el chispazo de electricidad. El nuevo Berlín, que agotó sus 250 localidades, era un escenario convenientemente cercano y subterráneo para recibir el turbio material de Kevin en este 2016, desde la crepitante Black flowers a la chulería hipnótica de Singing saw, la maravilla que da título al reciente tercer álbum.
Morby debe de haber escuchado millares de canciones del imaginario estadounidense, lo que, unido a su juventud, le convierte ahora mismo en una suerte de Dylan garajero. A sus 28 años, le sucede como al fabuloso Ryley Walker, también de gira ahora mismo por tierras peninsulares: canta y escribe como si le contemplaran tres décadas más de lo que indica su carnet de identidad. Aunque Walker, más innovador en la paleta de sonidos, tal vez le tome por un gringo arquetípico. De los que, como sucedió este jueves, recrea una canción de Townes van Zandt o evoca el vigor y las pausas enfáticas de The Band, un grupo que ha venerado con una banda de homenaje. Incluso sus saltitos sobre las tablas le homologaban a ratos con Robbie Robertson en expresión corporal.
Los antecedentes están ahí, pero Kevin no es ningún clónico. A veces sonó como un Leonard Cohen iniciático y de voz aún firme, en el caso de la modélica All of my life: una de esas baladas rendidas y ejemplares, con su carga de dramatismo romántico para eludir la melaza. Están el parentesco con Kurt Vile y la espiritualidad más bien alucinógena de I have been to the mountain. Y el remache correspondió a las trepidantes Parade y The ballad of Arlo Jones, cúlmenes expeditivas de un repertorio que parece en prometedor crecimiento. A Dylan, Nobel en mano, no le incomodará la competencia.
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