Casta Devia
La soprano italiana protagoniza en el Teatro Real un éxito de otros tiempos
Me habían aconsejado mis amistades melómanas que eludiera personarme en la Norma recién estrenada en el Teatro Real, pero tenía mis razones para discrepar del consejo. O más bien tenía una sola razón: Mariella Devia.
Lo digo y lo escribo porque la soprano italiana únicamente intervenía en una sola función, la del domingo. Que se resolvió con el triunfalismo y la euforia de las grandes veladas operísticas: una soprano de otra época para un éxito de otros tiempos.
Y no se trataba específicamente de una operación nostalgia. Trascendieron, es verdad, la mitomanía, la histeria y hasta el fetichismo, pero los clamores concedidos a la (casi) septuagenaria diva estuvieron justificados en sus méritos interpretativos.
Impresionaba la personalidad de la Devia. Conmovía su implicación en el aria de Casta diva, un modélico ejercicio de belcantismo y de sugestión teatral. Afilaba los agudos Devia hasta hacerlos refulgir. Se mecía en el trapecio como si Bellini estuviera detrás empujándola. Y seducía a los espectadores hasta convertirlos en druidas.
Llegaron a reclamarle un bis, pero no estaba Mariella Devia en situación de complacer el plebiscito. No sólo porque aún le quedaba el epílogo diabólico de la cabaletta, sino porque tenía que administrar con inteligencia la sobrexposición de la ópera misma, haciéndose olvidar -haciéndonos olvidar- las arrugas del tiempo.
Y las tiene Mariella Devia. Se le notan porque ya la han abandonado los graves. Porque carece de la agilidad de antaño en los pasajes de coloratura. Y porque suple con oficio y trampas de veterana los pasajes de la ópera que ya no se puede permitir.
Semejantes limitaciones podrían sobrentender que Devia ya no puede cantar Norma. Y es cierto que no puede interprertarla desde la plenitud, pero el delirio que se precipitó en el graderío el pasado domingo por la noche demuestra que la soprano tiene razones para reclamar su corona. Era la sacerdotisa de Bellini sobre el escenario, la mejor expresión de un repertorio hipersensible y expuesto a los malentendidos.
Que se lo digan al maestro Roberto Abbado en su lectura arbitraria y sensacionalista. O que se lo digan a Davide Livermore, cuya concepción dramatúrgica de Norma parece un embarazoso híbrido de Juego de tronos y un anuncio de perfumes.
Abusa Livermore de los refuerzos narrativos a la ópera -una obsesión descriptiva de lo que vemos y sabemos- y sobrecarga la escena hasta el extremo de molestar y confundir los sentidos. La tecnología es un magnífico recurso, pero no una finalidad en sí misma. Y Livermore nos somete a una sobrexposición audiovisual, no ya agotadora, sino muchas veces grotesca, a contracorriente de la música misma.
Me lo habían avisado mis amigos melómanos. Y razón tienen en todas sus precauciones -las musicales, las teatrales-, pero me alegro de haber desoído sus opiniones. Me hubiera perdido la bella agonía de Mariella Devia. Y no habría escuchado a Stefan Pop, un joven tenor rumano cuyos descaro, valentía y generosidad también parecían emular y evocar las veladas operísticas de otros tiempos.
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