Fermín Bouza Álvarez, el profesor pelirrojo y la luciérnaga
El escritor murió este sábado en Madrid a los 70 años
Debería escribir: fue una derrota, y qué derrota, de la vida. Fermín Bouza Álvarez falleció este sábado, día 29, a la hora del crepúsculo, en un hospital de Madrid. Pero reviso sus escritos, su pensar valiente, lo veo levantarse en la memoria de este domingo que en Galicia huele a magosto, y tengo que organizar de otra forma el pesimismo. Él me ayuda. En un poema de Labirinto de inverno, habla de a flor do intre. La flor instantánea: “Balanceándose, más allá del tiempo”. Y habla de un punto de luz suficiente, como lo hacía Juan Rulfo de la luciérnaga en la mano de un indio para atravesar la noche.
Él ayuda. En el propio duelo, su recuerdo trabaja para la luz. Fermín Bouza está muerto, sí, pero es un muerto inconformista. Su obra, en libros, en bitácoras, en la transmisión oral del saber, constituye un campo de luciérnagas. En tiempos de herbicidas, puntos de luz resistentes.
Lo conocimos en 1975 en la facultad de Sociología de la Complutense de Madrid. Era un joven profesor pelirrojo, arbóreo, que transformaba el aula en un bullicioso taller de preguntas. Explicaba la ciencia demoscópica con humor anarquista y las utopías con una exigencia de ciencia crítica. El primer día recomendó dos lecturas: La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas S. Khun, y Contra el método, de Paul Feyerabend. Tantos años después, ahí están vivos, esos libros, como peces. Porque el saber de Fermín, como profesor y después catedrático de Opinión Pública, también era agua: el líquido amniótico para la libertad y la emancipación social. Dos marcas que nunca abandonó.
En Santiago, como estudiante, había vivido intensamente la primavera de mayo del 68, que en Compostela estalló en febrero. El amigo Vicente Araguas lo define ya como “el hombre múltiple”. Actor en Nunca nadie muere nada, sobre textos de Hemingway, poeta y rapsoda, y activista muy comprometido contra la dictadura. Cuando el estado de excepción de 1969, la policía política lo buscó para detenerlo. Su padre, Fermín Bouza Brey, juez y gran poeta galleguista, represaliado por el franquismo, convenció a los sabuesos de que se había exiliado a Argentina. Fermín vivió escondido en Madrid. Y ese exilio interior, como él decía, se transformaría en hogar, compartido con Carmen Pena, historiadora del Arte, y el hijo Fermín, músico del grupo Correos.
Bouza publicó dos innovadoras novelas en gallego. En Memoria do diaño (1980) jugaba con el lenguaje cinematográfico, y en Longo voo de paxaro (1987), con el mundo del cómic, una de sus muchas pasiones. En castellano, Debate editó Las bodas secretas de Lilia (1991). Era muy autocrítico. Para él, su mejor creación era la poesía de Labirinto de inverno (Laberinto de invierno), y los críticos le dieron la razón: fue premio de la Crítica española en lengua gallega en 1990. Además de sus ensayos punzantes como libros o en revistas de ciencias sociales, colaboró en medios como El PAÍS, publicó durante años la bitácora El voto con botas y era miembro del consejo editorial de la revista gallega Luzes.
La política, no la subpolítica, fue su otra pasión. En las campañas electorales, sus predicciones tenían la calidad de un oráculo clásico. Era, por decirlo con precisión contradictoria, un observador comprometido. Como lo era a la hora de analizar la comunicación y los mecanismos de creación de opinión. En el fondo, su gran pasión era el lenguaje. Por eso su rebeldía era tan competente, sin sectarismo, construida con lexemas de simpatía.
El profesor pelirrojo nunca desconectó del principio de la esperanza. Llevaba siempre una luciérnaga en la mano.
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