Dylan, ciudadano de la república de las letras
La lírica del premio Nobel ofrece un juego de espejos con la poética de sus maestros de Pound a Whitman
En muchas de las canciones de su primera época Bob Dylan nombra o alude con claridad a varios de sus escritores preferidos: Herman Melville, Shakespeare, Edgar Allan Poe, Francis Scott Fitzgerald, Ezra Pound o T. S. Eliot. Son gigantes sobre cuyos hombros se sube para que sus letras, influidas por ellos o agarradas a ellos como a la rama de un precipicio, tengan una perspectiva más elevada y un campo de visión más amplio. Necesita referentes literarios que otorguen a su música una densidad narrativo-poética y, sobre todo, lugar dentro de una tradición a la que quiere pertenecer por derecho propio.
Persigue ballenas blancas con Melville y escucha cuervos metafísicos con Poe, aprende a orientarse en los laberintos de las pasiones humanas con Shakespeare y Scott Fitzgerald, y escande versos que no caben en los dedos de la mano con Pound y Eliot. Más adelante, cuando Dylan se sienta seguro de sí mismo y esté más cerca de convertirse en un mito que en otro eslabón de la historia, sustituirá estos maestros de carne y hueso (a los que habría que añadir a Dylan Thomas, del que tomó el nombre, y a Rimbaud, con el que bautizó una de sus guitarras) por otros imaginarios y en sus canciones comenzarán a aparecer la Cenicienta, Robin Hood, Jack el Destripador, Casanova o Aladino.
Es justo en este cruce de vocaciones, la de ser autor y la de ser personaje, donde descubre la poética que necesitaba para desarrollar su talento. Y lo que le hace genial. El primer hallazgo es darse cuenta de que basta con dejar caer un ser humano sobre la página de un cuaderno o de una partitura, por muchas manchas de cerveza o de barro que tengan, para que éste se disponga a seguir con su vida cotidiana de manera natural sin tener que forzarle a hacerlo. Por eso todos y cada uno —el vagabundo, el tragasables, la bailarina de striptease, el sargento, el conductor de autobús, el camello, la hija del granjero, sus novias, el presidente, el negro asesinado por policías en su celda, el boxeador, la coleccionista de hipnotizadores— están vivos y, por eso, él, Bob Dylan, que no quiere despertarles de su sueño real, grita en silencio sus historias.
El segundo hallazgo, milagroso en un bardo con armónica y barba de varios días, es intuir que no hay palabra que no diga la verdad si uno se lo pregunta mirándola a los ojos. La palabra “tenazas”, la palabra “viento”, la palabra “piedra”, la palabra “amor”, la palabra “langosta” o la palabra “tristeza”, usadas por él, confiesan sus secretos y le ayudan a construir un sentido, un universo y un efecto.
El tercer hallazgo es saber ver un Woody Guthrie, por mencionar a su ídolo juvenil y como afirma más o menos en una vieja entrevista, en las encrucijadas, las esquinas heladas, el aullido de los lobos o el silbido de los trenes nocturnos.
Esta triple vertiente de la poética de Bob Dylan le emparenta, claro, con Walt Whitman (al que le pide prestado el sombrero), Henry Thoreau (del que ha heredado las botas) y la generación beat (a la que roba algún canuto de vez en cuando). Y le otorga, por regresar al principio, carta de ciudadanía, entre otras repúblicas, en la de las letras.
Una vez ahí, y dado cómo está el patio de la crítica y de la política, que le den a uno un premio o que le aticen un mamporro no es tanto cuestión de merecimientos como de suerte.
Diálogo con los ‘beatniks'
Allen Ginsberg colaboró con Bob Dylan en películas, discos y conciertos y le cita seis veces en sus poemas: sonando en un avión, cantando, desesperado, angelical, guardando silencio sobre cierto asunto político y siendo escuchado por una deidad oriental que le acompaña haciendo tintinear sus campanas.
Dylan, por su parte, le regaló a Ginsberg una grabadora y le situó en su panteón al lado de Villon, Brecht o Blake, poetas que usaron sus visiones no como una excusa para la evasión sino como un argumento para comprometerse, cada cual a su manera, con el mundo. Juntos fueron, además, a visitar la tumba de Jack Kerouac y así mostrar sus respetos por los dos caminos desenrollados por él: el visible que atravesaba paisajes apretando la bocina (la de la crítica social y la libertad) de una furgoneta destartalada y el invisible que iba borrando los mapas de esa conciencia perezosa y ruin que injertan los poderes en nuestros hábitos y pensamientos.
Muchos afirman que cada cual anheló ser el otro. Y como con estos tipos puede pasar cualquier cosa, quién sabe si lo consiguieron y, enterados de esto en Suecia, el Premio Nobel se lo hayan otorgado al poeta y no el cantante.
Babelia
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