Académicos en la flecha del tiempo
Me da la impresión de que algunos miembros de la RAE no practican mucho lo que Ortega y Gasset llamaba “arte de la sigética”
En uno de los más genuinamente “mariescos” artículos que ha publicado en el último lustro, Javier Marías (que acaba de cumplir 65 años: el dato es importante y los del Nobel lo conocen) se interrogaba con matizada angustia acerca de la aceleración del tiempo que todos padecemos: “Los días y las semanas se nos escapan”, resumía, haciendo suya una sensación que experimentamos más profundamente con la edad. He recordado el artículo (El pasado es un misterio) a propósito de otras aceleraciones de matiz menos psicológico y más económico. Como ocurre por doquier, cada año aproximamos más la Navidad: a este paso estableceremos también por aquí esas Christmas shops abundantes en Estados Unidos que venden durante todo el año figuritas de Santa Claus, falso muérdago de plástico y bolas de colores para el puto abeto. Termina apenas el verano y, aún con los últimos bochornos, llegan los primeros heraldos de la tradicional orgía de consumo con la que celebramos algo en lo que quizá ya no creemos. Lo importante para los dueños de la Navidad es posicionar pronto los productos, llegar antes, ocupar un lugar preferente en los escaparates. Y también en las mesas de novedades. Desde hace un par de semanas vengo recibiendo libros inequívocamente navideños. Primero, tímidamente, como si se hubieran despistado, y luego en un goteo que ya no parará hasta diciembre (¡y pobres de los que no lleguen antes!). Algunos son evidentes, como las agendas literarias con las que cada año compiten Alba y Errata Naturae —una de ellas certifica que es la “auténtica”—. Otros, menos claramente, pero exhibiendo rasgos inequívocos de su condición: ahí tienen, por ejemplo, la tradicional recopilación temática de relatos que, cada añito, viene haciendo Marta Salís para Alba, y que esta vez está dedicada a El duelo de honor: una estupenda antología (incluyendo, entre sus pequeñas obras maestras, El duelo, de Conrad, y El desafío, de Schnitzler) en la que —that’s the secret— sólo tres están sujetos a copyright. Luego está la avalancha de omnibuses, relanzamientos y recuperaciones pasadas de página, como las reediciones del dios-Bolaño en Alfaguara (2666 ha conseguido 65 milímetros de lomo frente a los 45 que tenía cuando pastaba en la finca de Herralde) o la de La broma infinita, del dios-Foster Wallace, en Literatura Random House (55 milímetros): volúmenes que conviene sujetar bien, sobre todo si se anda descalzo por casa con ellos en la mano (sé lo que digo). Por último, ya está aquí, “ya viene, oro y negro, el cortejo de los paladines”, como lo llamaría un Darío metido a cronista de cultura, la procesión de literatura gráfica, cómics, libros de arte y álbumes infantiles. De entre todos los que, por ahora, he leído destaco la impresionante novela gráfica 155. Simón Radowitzky (Nórdica), del argentino Agustín Comotto, una comprometida historia de luchas por la libertad que se desarrolla a través de años y países; y el exquisito relato biográfico Nana de tela. La vida tejida de Louise Bourgeois (Impedimenta), de Amy Novesky e Isabelle Arsenault, un libro de arte y artista pensado para niños (y no tanto). Por lo demás, y temiéndome lo que se nos viene encima, les recomiendo que estén atentos a las novedades: con la velocidad de rotación que los libros han adquirido, es muy probable que lo que hoy ven haya desaparecido mañana. De nada.
Vestuario
Me da la impresión de que algunos académicos de la bendita lengua no practican mucho lo que Ortega y Gasset, que nunca llegó a serlo, llamaba “arte de la sigética”, cuyo principio fundamental es que para que alguien consiga decir algo es preciso que sea capaz de silenciar todo lo demás (véase Pasado y porvenir para el hombre actual, tomo VI, Obras Completas, Taurus). Leo en un reciente artículo de Arturo Pérez-Reverte, uno de los más conspicuos académicos, su queja acerca de las presuntas dificultades y trabas que encuentran, entre algunos de sus compañeros (“acomplejados y timoratos”) de la docta casa, ciertas iniciativas “contundentes” planteadas, en los no menos doctos plenos, para combatir lo que considera disparates lingüísticos, más o menos propiciados por los políticos, los medios y determinados segmentos de la ciudadanía (desde el absurdo “desdoblamiento de género” hasta otras imposiciones de la corrección política). En todo caso, lo que aquí me interesa señalar es que, según nuestro autor, entre esos académicos “acomplejados y timoratos” que no quieren “meterse en política” y no secundan con su voto las iniciativas del otro sector (“gente noble y valiente”) hay, “como en todas partes, algún tonto del ciruelo y alguna talibancita tonta de la pepitilla”. Repito: de la p-e-p-i-t-i-l-l-a. Más allá de la identidad de los señalados, he consultado al respecto a amigos expertos en lenguaje rufianesco de bar y germanía y me aclaran que, en el mismo contexto que “ciruelo”, la pepitilla se refiere, sí, a eso tan íntimo en lo que ustedes, improbables y escandalizados lectores, están pensando. En fin, que APR, como el eximio candidato presidencial DT, controla perfectamente el lenguaje de “vestuario” (locker-room talk). Y ahora viene mi pregunta: ¿para cuándo la sospechada acepción de “pepitilla” llegará al DRAE?
Cela
El difunto CJC, cuyo centenario estamos celebrando, y que fue oportunista censor fascistilla antes de gloria literaria y lumbrera académica (1957, sillón Q), publicó La colmena en 1951, precisamente el mismo año en que dieron su primer vagido los más arriba citados académicos JM y APR, y también el mismo en que Ortega y Gasset pronunció la fundamental conferencia a la que me referí más arriba. Ahora la RAE, en su joint venture con Alfaguara (el grupo Random House se reparte con Planeta sus publicaciones), acaba de publicar una estupenda edición (con notas, variantes y censuras: ya ven, el regador también fue regado) de aquella novela objetivista y parcialmente picaresca que tanto se ha leído aquí y en los departamentos de español de las universidades estadounidenses hasta que publicaron las suyas Muñoz Molina, Marías y Pérez Reverte (hoy a su vez sustituidos por una pléyade de autoras españolas y sudamericanas). Les recomiendo esta edición de La colmena si, como yo, han abrigado prejuicios acerca del difunto pope: a mi se me han caído dos o tres telarañas y me ha sobrevenido alguna admiración literaria post mortem. Por lo demás, y siguiendo con Cela, me he divertido a ratos leyendo en diagonal la prolija Tumba revuelta (Renacimiento), de Tomás Cavanna Benet, que fue, además de sobrino de un grandísimo escritor que (también) hacía chistes sobre Cela, director durante más de tres lustros de la fundación que lleva su nombre. Si desean conocer una detallada relación de los logros, ambiciones, egoísmos e incompetencias que han jalonado la historia de la institución con la que CJC también quiso perpetuarse, en este libro encontrarán lo que buscan.
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