Certificado de defunción
Ya sabrán que los Rolling Stones lanzan un disco de versiones de difuntos bluesmen, titulado Blue & Lonesome. Los entusiastas baten palmas y se apresuran a buscar simetrías: “empezaron tocando blues y cierran el círculo con la misma música".
¿Qué quieren que les diga? Lo disfrutaremos pero resulta una simpleza afirmar que los Rolling Stones fueron inicialmente una banda de blues. De hecho, escandalizaban a la secta británica de los puristas haciendo también el odiado rock and roll. De sus primeros viajes por Estados Unidos, se trajeron una apreciación por el soul y un repertorio aprendido de discos de Solomon Burke, Otis Redding, Marvin Gaye o los Temptations. Ya en los setenta, incoporaron temas de reggae. Así que lo mismo podían haber grabado soul, reggae o esos clásicos del country llorón que fascinan a Keith Richards (recuerden sus famosas cintas de la luna de miel en Cabo San Lucas o las grabadas más profesionalmente tras su detención en Toronto).
Keith Richards y Patti Hansen: boda en Cabo San Lucas, México
No, lo desesperante es que, desde 2005 (A bigger bang), los Stones hayan sido incapaces de facturar una colección de canciones nuevas. ¡Once años! ¿Es imposibidad metafísica de crear juntos o simple desidia ante un mercado discográfico en caída libre? Dedican su tiempo a hacer girar la manivela de la máquina de fabricar billetes verdes (los directos) y reniegan del honorable acuerdo implícito de hacer coincidir el comienzo de cada gira con el lanzamiento de temas originales. Era, quizás lo recuerden, el punto de distinción de los Stones entre tantos grandes grupos que pican piedra en la mina de la nostalgia.
Practicamente, nos dicen los fans, debemos arrodillarnos ante la valentía de los Stones por haber decidido grabar un disco de blues en 2016. ¿De verdad? Ocurre que, en 1992, Mick Jagger ya lo hizo por su cuenta. En realidad, fue una sugerencia del productor Rick Rubin. Ya saben, esa montaña hirsuta que funciona como el Pedro Arriola del rock: “Soluciones elementales para situaciones complejas”.
Fue Rubin quien juntó a Mick Jagger con una banda de currantes californianos, The Red Devils. Rubin quería encontrar al bluesman que, creía, Jagger llevaba adentro. Obediente, Mick resolvió el compromiso por la vía rápida: tres tomas para cada tema. Pero, escuchado el resultado, decidió no editarlo. Solo publicó una pieza de Sonny Boy Williamson, Checkin’ up on my baby, en su recopilatorio The very best of Mick Jagger. Felizmente, pueden encontrar el resto del frustrado disco en la Red y decidir si nos perdimos algo esencial.
Mick Jagger & The Red Devils - The Blues Sessions (1992)
Y lo mismo cuando salga Blue & Lonesome. Revisando su contenido, parece que han cuidado el repertorio, intentado evitar los temas más obvios de Little Walter o Willie Dixon. Pero, vamos a decirlo suavemente, cada año salen en todo el mundo mil discos similares, conteniendo blues añejos recreados por músicos blancos. Generalmente, se contentan con embellecer los hallazgos de los intérpretes originales; un ejemplo reciente es I still do, de Eric Clapton, que —por cierto— también se ha apuntado a Blue & Lonesome.
Esos discos se escuchan con (relativo) placer, aunque demasiados pasan del manierismo al exhibicionismo instrumental. En 1968, Jagger planteaba crudamente el dilema al entrevistador Jonathan Cott: “¿Qué punto tiene escucharnos tocar I’m a king bee cuando puedes escuchar a Slim Harpo haciéndola?”. La respuesta, claro, era el plus que añadían los Stones en 1964: lascivia juvenil, orgullo en hacer música de hombres maduros, la energía del converso, la slide de Brian Jones.
Cualidades que, me temo, que ya no pudieron convocar a la hora de confeccionar Blue & Lonesome. Hoy, tiene algo de deprimente transformar lo que en otros tiempos hubiera sido mero entretenimiento —como la jam session con Muddy Waters en 1981— en un Sincero Homenaje Al Blues. Para los que recuerdan su grandeza, suena a certificado de defunción: se les están acabando las opciones y la oportunidad de despedirse con dignidad.
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