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CRÍTICA | CIGÜEÑAS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Estridencia sin norte

'Cigüeñas' sintetiza los vicios de toda animación digital contemporánea que no se detiene a reflexionar sobre sus formas

Tráiler de 'Cigüeñas'.

CIGÜEÑAS

Dirección: Doug Sweetland y Nicholas Stoller.

Animación.

Género: comedia. Estados Unidos, 2016.

Duración: 87 minutos.

En Baby Bottleneck, corto de Bob Clampett estrenado en 1946, un incremento en la demanda de bebés abocaba al alcoholismo a las cigüeñas encargadas de repartirlos. Porky asumía la gestión de la empresa Storks, contratando como ayudante al pato Lucas, con desastrosas consecuencias. Clampett era uno de los animadores más creativos de Warner, donde la imposibilidad de competir con Disney en la misma liga —la animación de personajes basada en la verosimilitud emocional— llevó al propósito de afirmarse como Mr. Hyde de ese modelo canónico. Clampett movía a sus personajes histéricamente, anticipando en el pato Lucas esa comicidad pirotécnica y desaforada que heredaría Jerry Lewis. Clampett jamás desaprovechaba un segundo para introducir un gag visual apoyado en la deformación del cuerpo y la dislocación significativa del movimiento. Lo suyo era un desacato formal con sentido, propósito y enemigo claro (Disney) en el punto de mira.

Cigüeñas retoma la idea de la factoría repartidora de bebés, ahora en un estado de evolución corporativa que aspira a la eficacia multiusos de un Amazon a la conquista de los cielos (vía dron o vía aviar). A ese contexto suma el recuerdo del prólogo de Dumbo (1941), que fijó el arquetipo animado de la cigüeña repartidora. Codirigida por un veterano de Pixar —Doug Sweetland, responsable del corto Presto (2008)— y un notable director de comedia —Nicholas Stoller, responsable de Paso de ti (2008) y Malditos vecinos (2014)—, Cigüeñas sintetiza los vicios de toda animación digital contemporánea que no se detiene a reflexionar sobre sus formas.

Aquí no hay pirotecnia en la dramaturgia, sino, directamente, una mecánica espástica que convierte al personaje de Tulip en foco irritante. Las afortunadas ideas visuales —las transformaciones de los lobos— o dramáticas —el combate con los pingüinos en forzado silencio— funcionan mejor en su concepto que en su plasmación. Sobre todo, lo que falta es una sensibilidad vertebradora, algo que aporte organicidad a lo que, de otra forma, se revela estridencia sin norte. Un planteamiento formal que no está al servicio de otra cosa que de mantener a sus espectadores despiertos de un golpe de efecto gratuito a otro.

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