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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De salarios, imbéciles y amanuenses

Durante una época tuve que escribir discursos para gente que tenía quien se los escribiera, por ejemplo, el rey Juan Carlos

Manuel Rodríguez Rivero
Antonio Buero Vallejo, de pie, con Félix Grande, Gonzalo Torrente Ballester, Dámaso Alonso y Pedro Laín Entralgo, en la entrega del Premio Cervantes en abril de 1987.
Antonio Buero Vallejo, de pie, con Félix Grande, Gonzalo Torrente Ballester, Dámaso Alonso y Pedro Laín Entralgo, en la entrega del Premio Cervantes en abril de 1987.Manuel Escalera

Estoy convencido de que, en conjunto, y considerando todos los factores, Francia es el país que puede presumir de la mejor y más tupida y eficaz red de librerías del mundo. Las pequeñas independientes -me refiero a las que venden básicamente libros, no cuadernos, ni pegatinas, ni chuches, ni prolijo merchandising escolar-, se encuentran casi por doquier, y no sólo en las grandes ciudades. Los franceses leen más que nosotros y, sobre todo, respetan profundamente la cultura escrita, lo que redunda en una mayor asistencia a las librerías y en mejor información ciudadana acerca de lo que se edita. Al contrario de lo que a menudo se deja sentir en el lado de acá, allí la ciudadanía considera las librerías parte esencial del paisaje urbano. Existen muchas y muy variadas razones para explicar cómo ha llegado a ser así, pero hoy quiero señalar un factor (causa o efecto) que quizás levante alguna ampolla agraviada (hay quien me ha pedido si, por favor, no podría olvidarme de mencionarlo en este Sillón de Orejas): el sueldo de los libreros. Este mes entró en vigor el acuerdo salarial firmado por el sindicato del gremio (SLF) y las centrales sindicales, y que ha sido recientemente ratificado por el Ministère du Travail. Administrativamente, los libreros franceses están clasificados en 12 niveles laborales (sabido es que, al menos desde la época del naturalista Bouffon, a nuestros vecinos les priva la taxonomía); pues bien, para una actividad de 151´67 horas mensuales de trabajo el nuevo convenio fija remuneraciones mínimas brutas entre los 1460 euros, para el nivel más bajo, y los 3620 para el más alto. Punto. Ya sé que blablablá, que allí los márgenes son mejores, el nivel adquisitivo incomparable, la riqueza nacional mayor (y eso sin contar que tienen a Isabelle Huppert). Pero el asunto merece una reflexión. ¿O no?

"Trumpazo"

Cubierta de Chris Ware para 'The New Yorker'.
Cubierta de Chris Ware para 'The New Yorker'.

En la cubierta del último número de The New Yorker, el genial dibujante Chris Ware (¿Cómo? ¿Que aún no ha leído/visto su novela gráfica Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo? ¿Y a qué espera?), dibuja una escena en que se muestra, de frente, el interior de un vehículo policial con dos policías, uno blanco y otro negro, que miran hacia adelante, sin dirigirse la palabra y con expresión preocupada; el coche circula por un calle de barrio de cualquier ciudad estadounidense, bajo un ominoso cielo gris nada tranquilizador. Me ha parecido que el dibujo expresaba perfectamente un sentimiento de angustia muy compartido. No se si habrán notado la frecuencia con que en las últimas semanas se han sucedido, a lo largo del vasto territorio de la metrópoli del imperio del que somos súbditos desde que nacemos (por ahora), los enfrentamientos (y asesinatos) raciales, las protestas vecinales, los atentados islamistas con olla a presión y metralla de tornillos, y las alarmas y controles cada vez más exhaustivos sobre la ciudadanía. Se diría que alguien intenta sembrar de tachuelas y clavos oxidados la recta final que conduce al famoso primer martes después del primer lunes, cuando sepamos urbi et orbi qué cara (no del todo nueva, pero blanca), sustituye a la del (ya) amortizado emperador negro en la también blanca morada olímpica. El debate -me quedé a verlo de madrugada, bien acompañado por mi amigo Johnny Walker- lo ganó la vieja dama, pero no hay que fiarse: su rival - a quien casi todo al mundo ama odiar- sabe agitar con astuta intuición los fantasmas del miedo, de la inseguridad, de la desunión, tres de sus armas favoritas. La semana pasada, cuando hablé de la trumpmanía editorial, se me olvidó citarles un ejemplo publicado en España: Trump, ensayo sobre la imbecilidad (Malpaso), de Aaron James. De su autor ya se conocía (aunque no se tradujo al español) un ensayo más general sobre la imbecilidad y los que la practican titulado Assholes: a Theory (Doubleday, 2012). El libro tuvo su éxito de ventas, lo que le animó a su autor a ir por la secuela. El de ahora es una aplicación práctica de aquella jocosa-filosófica investigación. Me he divertido leyéndolo, pero cuidado con el humor, aunque vaya acompañado de "filosofía": recuerden los chistes sobre Franco. Y, por cierto, yo habría traducido asshole por gilipollas (o, mejor, huevón).

Amanuenses

Cómo nos cambia el tiempo. Por dentro y por fuera. Lo confirmé de nuevo el otro día, cuando me probé frente al espejo una camiseta con la cara estampada de Sam Beckett que me había comprado en Dublín hace treinta años; como desde entonces me he ensanchado lo mío, al ponérmela el rostro del autor de Malloy también engordó ostensiblemente, hasta adquirir el contorno que tenía el del muñeco Michelin antes de perder peso: me sentí tan irrespetuoso con mi ídolo (durante años he tenido la trilogía que inicia Molloy en la mesilla de noche) que decidí regalársela a un sobrino. Y, siguiendo con los estragos del tiempo, permítanme revelarles un ridículo secreto. Hace también muchos años, y durante una breve época, tuve que escribir algunos discursos para gente que tenía quien se los escribiera, ya me entienden. No he sido ni seré el único, pero no hay muchos que lo confiesen, es como si escribir discursos por encargo fuera menos digno que inventarse eslóganes para el lavavajillas o escribir ditirambos en las cuartas de cubierta de libros que no se los merecen. Entre los que pronunciaron mis (pero no eran del todo mías) palabras estaba el entonces titular de la Corona, para quién escribí algunos discursos sobre los premiados en el Cervantes, que luego la Alteza leyó (1986) en el Paraninfo de Alcalá de Henares, arropado por toda la deliciosa antigüedad (tomo la expresión de un verso estupendo de Sarrión) que suele asistir a la ceremonia. Lo he recordado estos días porque uno de mis (sus) discursos de entrega del premio fue el dedicado a Buero Vallejo, un autor cuya obra no apreciaba entonces demasiado, pero de quien siempre admiré su postura cívica. Lo he recordado estos días, con motivo de la celebración de su centenario. De modo que aquel lejano 23 de abril de hace treinta años -ay- el Rey y yo elogiamos profusamente (y con distinto grado de convicción) la obra del dramaturgo, y ambos fuimos largamente aplaudidos por la audiencia. Tengo que confesarles que de lo único de lo que me siento orgulloso es que fue la primera vez que oí a aquel Rey (hoy) emérito pronunciar la palabra "dictadura" para referirse al régimen que le había sentado en el trono: ya había tenido lugar el intento de golpe de Tejero, de modo que en La Zarzuela estuvieron listos y no me/le corrigieron el texto. Cosas de la vida.

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