La resistencia analógica de André Breton
Se cumplen 50 años de la muerte del fundador del surrealismo y 80 de la publicación de 'El castillo estrellado', uno de sus textos más importantes, inspirado en el Teide
En su breviario Isla cofre mítico, uno de los textos más deslumbrantes del surrealismo hispano, afirma Eugenio Granell que la predilección de los surrealistas por las islas atlántico-caribeñas obedeció a que, “según Apollinaire, los isleños lo llevaron [a Breton] a sus huertos para que recogiese frutos semejantes a mugeres”. Y agrega que hasta el propio Colón describe la nueva isla descubierta (de América) tal que “fuese como una teta de muger allí puesta”.
No solo se cumple ahora medio siglo de la desaparición de André Breton (Tinchebray, 1896–París, 1936), sino también, el pasado abril, 80 años de la publicación de El castillo estrellado, uno de sus textos emblemáticos, inspirado en el pico Teide, en Tenerife, al que define como “el inmenso vestíbulo del amor físico tal como desearíamos vivirlo sin recomienzo”, y que constituyó el arranque de la devoción insularia del fundador del surrealismo, revalidada al otro lado del Atlántico, tras su Martinica encantadora de serpientes.
“Lamento haber descubierto tan tarde estas zonas ultrasensibles de la Tierra”, escribe en Le château étoilé, publicado el mismo año de su escritura, primero en la legendaria revista bonaerense Sur, de Victoria Ocampo, Borges y Bioy Casares, y luego en París, en su Minotaure, para incorporarlo al año siguiente como quinto capítulo a su célebre L´amour fou. La visita de 1935 a Tenerife, en compañía de su primera esposa, Jacqueline Lamba, y de su más leal amigo y correligionario, Benjamín Péret, con motivo de la II Exposición Internacional del Surrealismo, promovida por los redactores de Gaceta de arte, a instancias del pintor canario Óscar Domínguez, residente en París, marcaría un antes y un después en las tesis surrealistas. Breton acababa de hallarle un topos muy concreto a sus utopías visionarias y, en definitiva, un nidal a sus metáforas-cigüeñas de París. En las islas atlántico-caribeñas (sagradas “zonas ultrasensibles”, pero también “mazos de universalidad”, como recuerda Granell) el Príncipe de los surrealistas acababa de hallar paradójica tierra firme para sus propuestas de máxima pureza analógica entre eros y escritura.
Para empezar, la propia parcelación de los territorios, con las lindes de arena volcánica bañadas por la espuma oceánica, se le sugiere la más cabal analogía de la fragmentación textual y la “escritura automática” que propugna. La estela “infinita” que proyecta el Teide, le conducirá no solo a Martinica encantadora de serpientes, otro de sus textos canónicos, sino a múltiple islas atlánticas; reales, como República Dominicana y su prolongación de Haití, o suprarreales, como la de Manhattan o las del DF y el Caribe mexicano… A partir de ese mapa heteróclito y, en rigor, surrealista, Breton cree redimir, incluso, en una especie de reconquista justiciera, la expansión de la antigua conquista europea, erigiendo a las islas en la capital mundial de su movimiento. “Sobre el flanco del abismo, construido en piedra filosofal, se alza el castillo estrellado". Así concluye el escaso centenar de páginas de El castillo…, donde Breton entremezcla la ofrenda lírica al Teide, como el gran tótem del surrealismo, y las matizaciones y el desarrollo de las tesis y preceptos de su Manifiesto, de 1924.
Frente a los grandes relatos mitológicos de Occidente, en los que las islas no dejan de ser, recurrentemente, hembras subsidiarias surgidas de la costilla del continente (Eva y Adán, en el origen edénico del cristianismo; Penélope y Ulises, en la Odisea de Homero, o Ariel reconvertido en ninfa por Próspero, en La tempestad de Shakespeare…), Breton y sus correligionarios son pioneros en dejar que otorgarles un valor autónomo y que se expresen por ellas mismas. A la entrada de El castillo… expresa, por ejemplo, con lúdica elegancia de verónica: “El Pico del Teide, en Tenerife, está hecho de los resplandores del puñalito de placer que las lindas mujeres de Toledo guardan día y noche en su seno”. Elocuente equiparación de planos, a través de la feminidad interconectada a solas —sin ser dicha por el Otro continental, es decir el Logos eurocéntrico—, como atractivo preámbulo para la liberación poética y amorosa que propugna…
Entre la mujer autónoma y la mujer fragmentaria —de cuerpo recortable— fluctúa la visión bretoniana de la feminidad, encarnada por la ínsula misma, pues ambas comparten un idéntico espacio generatriz y telúrico, y son el lugar en que lo unitario se recompone, a través del instante eterno de la consumación del amor erótico, “carnal y fou”…
Entre las faldas del Teide y las nubes de su cima transcurre la inextricable devoción de Breton por el paisaje y la amada. "Te busco. Tu voz misma ha sido presa de la niebla (...) Acaricio los osos blancos sin llegar a ti", dice, para preguntarse indistintamente por el cuerpo del volcán y el de la mujer: "¿Dónde estás? Juego a las cuatro esquinitas con los fantasmas. Pero acabaré por encontrarte y el mundo entero se iluminará de nuevo porque nosotros nos amamos, porque una cadena de iluminaciones nos traspasa. Porque arrastra a una multitud de parejas que como nosotros sabrán indefinidamente hacer un diamante de la noche blanca (…) Soy en las nubes este hombre que por alcanzar a la que ama está condenado a desplazar una pirámide hecha con su ropa blanca”.
Los pecios de un legado
Luego, en medio de su infinito canto telúrico y poético, Breton cambia de registro para ahondar en los aspectos preceptivos del surrealismo. Se sitúa y nos sitúa: “Estoy en la nube, aquí estoy en el aposento intensamente opaco en que siempre soñé penetrar". Y, al descender, nos habla de su aspiración a encontrar un vínculo entre la imagen gráfica y la imagen verbal, para “dar con la cosa revelada”. Y dar también, razonablemente, con el centro del deseo, "ese resorte único del mundo, único rigor que el hombre haya de conocer". Sin embargo, asevera sin pestañear que el surrealismo se cumplirá "el día en que hayamos encontrado medio de libertarnos a voluntad de toda preocupación lógica”. Y, acto seguido, nos adentra en su básica batería conceptual, en defensa de la escritura automática y el freudomarxismo, el método “crítico-paranoico” y lo que denomina “el azar objetivo”.
En esas enredadas disquisiciones uno no puede sino percibir objetos (intelectuales) sin duda bellos, pero tan obsoletos como los que él mismo perseguía en los anticuarios del parisiense mercado de Las pulgas. Al margen de su indiscutible efervescencia y fecundidad histórica, ninguna mejor alegoría que El ángel exterminador, de Buñuel, para representar el claustrofóbico callejón sin salida y el rosario de la aurora con que termina la fiesta surrealista misma. Aunque sirven también los relojes derretidos de Dalí, que si en su hora auguraban un tempo distinto, heterodoxo e ilusionante, hoy se nos revelan como el indicador de un parón sin pilas de recambio.
Hoy se nos revela que el freudismo y el marxismo resultan irreconciliables; que el método “crítico-paranoico”, una de dos: llega un momento en que o deja de ser crítico o deja de ser paranoico, y que “el azar objetivo” es un imposible que encomia al Breton poeta en la misma medida que neutraliza al Breton filósofo y politólogo. Como escribió Umberto Eco, “llega el momento en que la vanguardia no puede ir más allá porque ya ha producido un metalenguaje que habla de sus imposibles textos”. Y, más radical aún, en un proverbial pasaje de Rayuela, Cortázar critica el gregarismo acrítico de los surrealistas, que en el nombre de combatir el dogmatismo, terminaron por instaurar otro paralelo. "Fanáticos del verbo en estado puro, pitonisos frenéticos, aceptaron cualquier cosa mientras no pareciera excesivamente gramatical", argumenta, para concluir que, "en el momento en que se complicaba la peladura de la banana, más de uno se la comió con cáscara”. Breton fue el que sembró y regó esas plataneras; pero en su defensa hay que decir que —como figura preferente del cementerio marino del surrealismo—, París no podrá ser considerada una fiesta, ni podremos afirmar que París no se acaba nunca o que siempre nos quedará París, si no le percibimos a él jugando honestamente a los dados dentro.
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