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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Paseando con Wallander

La cantante Patti Smith recuerda al escritor Henning Mankell a casi un año de su muerte

Viajaba sola, sin ataduras, a la deriva. Tomé trenes hasta Viena, perdida entre los espectros de tantos genios, y después me dirigí a Praga, donde, fascinada, asistí, en un teatro de ópera que era una pequeña joya, a una producción anticuada de Tosca. Me apeé del tren en una estación de Berlín, muerta de ganas de leer algo. En una librería encontré unos cuantos libros en inglés, y leí los primeros párrafos de todos ellos, pero ninguno me sedujo. Entonces tomé entre mis manos Asesinos sin rostro, una novela que había ganado el I Premio La Llave de Cristal, concedido a escritores de novela policiaca en los países nórdicos.

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Asesinos sin rostro empieza con la frase: "Al despertar, tiene la certeza de que ha olvidado algo", palabras que obligan de inmediato al lector a indagar en su propia psique para intentar extraer algún recuerdo nítido de entre la oscuridad impenetrable. Intrigada, acabé en el Café Zoo, donde pasé varias horas leyendo, inmersa en la atmósfera inhóspita y neblinosa de la costa meridional sueca. Así es como descubrí al inspector Kurt Wallander, el policía inquieto e intuitivo creado por el escritor Henning Mankell. El personaje me atrapó de inmediato y no tardé en sumergirme en su manera obsesiva de investigar, en su café malo y en la banda sonora clásica de su vida: La Traviata, Fidelio, las arias de Verdi, Rossini y Mozart. Esa es la música que escucha Wallander; así es como consigue dormirse.

Padece de insomnio, pero, afortunadamente, se queda dormido escuchando la voz de María Callas. De madrugada, una llamada le interrumpe el sueño: algo terrible ha sucedido en Ystad. En una granja aislada de Skåne han torturado a Johannes Lövgren hasta matarlo y han golpeado brutalmente a su esposa, Maria, dejándola moribunda con una soga alrededor del cuello. Más que un delito, semejante atrocidad parece la obra de un loco, un execrable acto difícil de refrenar o de esclarecer, un funesto presagio de lo que está por venir.

En ese preciso momento conocemos a Kurt Wallander: no al principio de su carrera profesional como inspector de policía, sino en su centro turbulento. Wallander se ha separado de su mujer y está distanciado de su hija. Su gran amigo y mentor, Rydberg, lucha contra un cáncer terminal. Su padre sufre de Alzheimer. La novela está escrita en 1991, por lo que la época de Wallander es también la nuestra. Al inspector lo asaltan las mismas preguntas que nos vemos obligados a hacernos a diario. ¿Cuál es el motivo de tanta violencia? Wallander se esfuerza por comprender la creciente desintegración moral que precede al próximo milenio, una nueva era que requerirá nuevas estrategias y, quizás, otro tipo de policía investigador.

Wallander se esfuerza por comprender la creciente desintegración moral que precede al próximo milenio

El inspector Kurt Wallander es un buen policía en un mundo malvado. Se pregunta qué está sucediendo en su país, sin dejar de rastrear pistas obsesivamente mientras toma una taza tras otra de café requemado. El café le provocará insomnio, que más tarde apaciguará a base de whisky. Wallander esquiva repetidas veces sus responsabilidades familiares, sus preocupaciones personales e incluso su deseo carnal: nada le importa más que buscar justicia para las víctimas. Al parecer, su único lujo son los costosos altavoces instalados en un coche destartalado. Con el Réquiem de Verdi como música de fondo, Wallander le da vueltas a la investigación tratando de hallar un posible sospechoso, buscando alguna pista entre los cabos sueltos.

"No existe lo que se llama una cara del asesino", asegura Rydberg.

No hay ningún perfil determinado, ningún dato del que podamos fiarnos. Ante la ausencia de sospechosos, el lector centra su atención en el inspector Wallander. Se trata de un recurso inteligente que nos permite conocer sus métodos, sus tribulaciones y sus destellos de inspiración. Es cierto que los asesinos no tienen rostro. Solo hay una pequeña pista: la palabra "extranjero", musitada por una moribunda. Una palabra que abre la caja de Pandora del racismo y la sospecha que impregnan el tejido social. A fin de desentrañar el misterio, Wallander recorre campos de refugiados en los que reinan la incertidumbre y el abandono. A los crímenes iniciales les sigue una serie de atrocidades cometidas contra las minorías, contra las mujeres y los niños. El nacionalismo se respira en el ambiente. Esta no es una novela policiaca al uso, sino una incursión intensa y triste en los cambios culturales que tienen lugar en nuestros días.

'Extranjero', una palabra que abre la caja de Pandora del racismo y la sospecha que impregnan el tejido social

Una vez identificados los culpables, la brigada de Wallander se enfrenta a la ardua tarea de localizarlos entre la marea humana. Tal y como le recuerda Rydberg a un abatido Wallander, a veces la verdad es la única recompensa que ofrece una investigación. Pero el inspector no se contenta con la verdad: él quiere que se haga justicia. Empecinado, continúa husmeando, siguiendo pistas, volviendo sobre los hechos, barajando hipótesis. En su empeño por servir y proteger a la gente, está condenado a sacrificarlo todo con tal de atrapar al culpable.

Yo pensaba que Kurt Wallander sería eterno. Nada más leer Asesinos sin rostro sentí una estrecha afinidad con aquel inspector melancólico y un poco alcohólico. Compartíamos nuestro amor por la Callas, así como cierta propensión a quedarnos dormidos con la ropa puesta o a olvidarnos de comer. Deambulábamos a través de la niebla procedente del mar, y solo nos deteníamos cuando, incapaces de soportar las injusticias de este mundo, nos invadía la desolación. El día en que compré Asesinos sin rostro en una librería de Berlín no creí ni por asomo que me sentiría tan atraída por él, ni que llegaría a conocer a su creador, Henning Mankell.

Quizás el mismo hilo que me conectaba a Wallander comenzó a vibrar y fue acercándome a Henning hasta que nos hicimos amigos, unos amigos a distancia dispuestos a confiar en que la conexión perduraría. Compartimos mesa y me enseñó el escritorio en el que escribía. Canté para Henning y su mujer, y él habló para mí. Bromeamos sobre nuestras identidades públicas: él era el padrino de la novela policiaca sueca y yo la madrina del punk. Una vez zanjada esa cuestión, hablamos de los derechos de las mujeres, de la responsabilidad del artista, y comparamos el relato interno de un aria de Puccini con el de una investigación criminal. Pensé que siempre lo tendría como amigo en este mundo. Era un poco más joven que yo, así que ¿por qué no iba a pensarlo? Pero lo hemos perdido, del mismo modo que Wallander acabaría perdiendo a su gran amigo Rydberg.

Y, sin embargo, todavía puedo ver a Henning a mi lado. Sus andares pesados, su abrigo negro, su pelo blanco un poco rebelde y esos ojos tan despiertos, teñidos de pesar por la condición humana. Como el escritor político, poético y prolífico que era, Henning fue más allá de las novelas policiacas, aunque en mi memoria destacará siempre su inspector, surgiendo entre las brumas de encuentros imaginarios. Henning y su inspector de policía, a los que descubrí por mi cuenta. Leí Asesinos sin rostro y empecé a pasear con Wallander. Ahora que Henning se ha ido, a veces los veo superpuestos y, agradecida, paseo con los dos.

*Traducción: Victoria Ordóñez Diví

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