¿Eres de Tintín o de Spirou? El debate que cerró Yves Chaland
Dibbuks recopila la etapa de culto que el autor francés dejó inacabada en 'Spirou'
El ser humano tiende a la etiqueta excluyente. Parece como una necesidad perentoria ante cualquier decisión, una justificación que, por sí sola, elude cualquier otra argumentación y permite que uno sea, sin demasiados razonamientos, de mar o de montaña, del Madrid o del Barça, de Papá Noel o de los Reyes Magos (aunque aquí cabe la nota de la inteligencia del niño que elige, con lógica, a los dos, demostrando que el sentido común se pierde con la “adultez”). Y claro, en los tebeos no podía ser de otra manera: o eres de Marvel o de DC, pijamero o gafapasta, Corben o Moebius, TBO o Pulgarcito, El Jabato o El capitán Trueno… Aunque quizás la batalla más épica que ha conocido Europa en esto de los tebeos es la que enfrenta desde hace décadas a los dos grandes iconos del cómic francobelga: Tintin y Spirou.
Elegir uno de los dos es casi como optar por vivir en universos diferentes. Los seguidores del reportero de pantalones bombachos, más antiguos en el lugar, cierto es, son los grandes defensores de la llamada Escuela de Bruselas que tuvo a Hergé y sus seguidores como adalides (hoy también conocida como de Moulinsart, habida cuenta de la feroz defensa que hace la actual empresa propietaria de los derechos de Tintin). Por su parte, los partidarios del botones se identifican con la Escuela de Marcinelle (antes denominada de Charleroi), que tenía a Jijé y Franquín como sus fundadores. Las diferencias, es cierto, existían: los acólitos de Hergé eran aquellos que demostraban su querencia por un estilo que Joost Swarte definiría con acierto como “la línea clara”. Un estilo que había nacido lejos de Bélgica décadas antes, en las tiras de Bringing Up Father de George McManus que tanto admiró y siguió Alain de Saint-Ogan, pero que tuvo su mayor desarrollo en la Europa de entreguerras, sobre todo a partir del éxito de las aventuras de Tintín.
El fino trazo de Hergé y sus colores planos se convirtieron en una manera de entender la estética de la historieta, pero que conectaba también con toda una filosofía de la aventura que apostaba por el exotismo viajero con ciertos -leves- guiños adultos escondidos en un humor sencillo y blanco. Por su parte, el estilo de Jijé estaba en el otro extremo del espectro artístico: realista, de entintado de mancha, sucio y detallista, pero potente, que se reconocía también deudor del cómic de prensa americano, pero esta vez de los autores más naturalistas como Foster o Raymond. El realismo de Jijé fue asumido y reinterpretado por Franquin, un genio que supo dotar al trazo de su maestro una vertiente humorística y caricaturesca donde el gag de slapstick puro, dinámico y visual, encajaba a la perfección (y que, todo sea dicho, influenciaría de forma decisiva a toda la publicación de Bruguera desde que Ibáñez lo siguiera, pero eso es otra historia).
Aunque visualmente los tebeos de Spirou y Tintin estaban en las antípodas y su forma de entender el humor era antitética, en el fondo ambos tenían una concepción de la aventura similar, que la escribía en mayúsculas desde el respeto al género y la indagación de los misterios como base. Incluso si se rasca un poco, se puede comprobar cómo más allá del estilo, existían conexiones formales a través de una narrativa lineal, poco dada a entender la página en su conjunto como hacían los americanos. Incluso ambos protagonistas tenían un flequillo rebelde.
Pero esas coincidencias no eran suficientes para los fans irredentos: los universos de Marcinelle y Bruselas parecían inmiscibles hasta el punto de que, cuando el cómic se hizo adulto en Francia a partir de los sesenta, el enfrentamiento se mantuvo y la línea clara tuvo su contrapartida en lo que en España se bautizó como la línea chunga. Aunque no del todo, porque por lo menos la iconoclastia de los Humanoides parecía atreverse incluso con la sagrada dicotomía, alternando en las páginas de Metal Hurlant a seguidores de Jijé como Moebius y de Hergé como Clerc. Y, a medio camino, el gran Yves Chaland. Chaland fue, por desgracia, una estrella fugaz del cómic, que no tuvo tiempo de desarrollar un potencial que parecía increíble. Su estilo era de impoluta línea clara, pero la potencia de su narrativa bebía del realismo de Alex Raymond (con quien, por desgracia, compartiría final: ambos murieron en accidente de coche). Su trazo recordaba la elegancia de Hergé, pero su dinamismo era propio de Franquin.
Quizás por eso, la posibilidad de un Spirou firmado por Chaland era tan esperada y, a la vez, tan temida. Tras la legendaria y magistral etapa franquiniana, la editorial eligió al discreto e insípido Fournier como continuador, de estilo similar, pero que nunca entendió la personalidad que Franquín. Llegados a los 80, la editorial se planteó de nuevo el cambio, y Chaland apareció lógicamente en la agenda: el dibujante parisino podía asumir la responsabilidad de seguir con las aventuras del botones porque él entendía a Franquin en toda su extensión. No solo eso: tenía una personalidad creativa desarrollada y arrolladora, que le permitiría imponerse a las exigencias que lastraban la, pese a todo, respetable tarea que realizaban en ese momento Tome y Janry con el personaje, tras convivir con la versión de Broca y Cauvin. Pero era una opción temida por una editorial que, como muchas empresas, no entendían la creación como arte, sino como un producto.
Spirou, por Y. Chaland
Autor: Yves Chaland
Edición: Cartone apaisado (26,5 x 16 cm), 112 páginas, b/n
Editorial: Dibbuks
El talento de Chaland podía hacerse con el timón del personaje por encima de las necesidades de mercadotecnia y, paradójicamente, la propia editorial torpedeó la labor de Chaland cuando llegó el esperado encargo. El Spirou de Chaland debutó en 1982 en formato de tira en blanco y negro cuando la revista estrenaba un reluciente color en todas sus páginas, pero incluso así, el dibujante parisino demostró su genialidad rompiendo todos los esquemas, logrando que su aventura recuperase en apenas unas viñetas el espíritu rebelde y gamberro de Franquin, pero que evolucionase rápidamente para hibridarse con la aventura exótica tintiniana en un encuentro tan insospechado como maravilloso. Corazones de acero, como se llamó esta primera historieta (aunque también es conocida como A la búsqueda de Boncongo), evolucionaba rápidamente hacia una nueva forma de entender la historieta clásica, modernizándola desde el respeto secular a sus raíces. Por desgracia, el sabotaje se intensificó hasta el punto que Chaland abandonó la serie, dejándola inacabada. Aunque fueron muchos los intentos de retomarla y acabarla durante los años siguientes, al final la temprana muerte del dibujante dejó a todos los aficionados huérfanos de esa esperada continuación.
Pero es fácil imaginar lo que pudo haber sido el Spirou de Chaland: solo hay que ver lo que hizo junto a Yann en Las aventuras de Freddy Lombard, auténtico híbrido de Spirou y Tintin que muestra hasta dónde el dibujante podía fusionar los universos de Marcinelle y Moulinsart en un camino personal. Las primeras intenciones se dejan ver ya en el diseño del protagonista, con detalles gráficos que recuerdan a la creación de Hergé, pero con un espíritu más próximo al corrosivo humor de Franquin, pero la verdadera fusión chisporroteante de ideas la encontramos en sus argumentos y en cómo los cuenta, apostando por historias plenamente adultas pero con el mismo espíritu de pasión por la aventura de sus referentes.
Pero es todo imaginación: el Spirou de Chaland se quedó en un intento inacabado que adquirió la categoría de obra de culto tras la desaparición de su autor. Recordado y envidiado, pero aguantando durante años el miedo de su editorial original, Dupuis, que vio con resquemor como su fama aumentaba hasta convertirse en legendaria, fomentando todo tipo de ediciones, desde las alternativas, donde se evitaba la referencia al botones para evitar problemas legales, a las abiertamente piratas. Afortunadamente, con el tiempo la editorial cambió y fue consciente de la oportunidad perdida, editando hace poco toda la obra en una lujosa edición que incluye un excelente texto de José-Louis Bocquet (en el que se cuentan con cruda minuciosidad todas las maniobras de la editorial contra la obra de Chaland) y que llega ahora a España exquisitamente editada por Dibbuks.
No solo eso, sino que se dio cuenta de que podía aprovechar todo el caudal creativo de la afición de los grandes dibujantes por Spirou creando la colección Una aventura de Spirou y Fantasio por…, que ha dado lugar ya a obras maestras como El diario de un ingenuo, de Emile Bravo o la sugerente —y continuación natural de Corazones de Acero— El botones de verde-gris, de Yann y Schwartz, devolviendo al botones a la primera línea de la actualidad del cómic.
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