Aplausos en el fin del mundo
Me gusta sentarme en el borde occidental de mi país y sentir que delante de mí solo hay miles de kilómetros de agua
Cada día de verano, al acercarse el anochecer, la carretera al faro de Finisterre se atasca, y los coches se amontonan en la cuneta y en las laderas. En el bar venden cubos de botellines de cerveza “para la puesta de sol” al turístico precio de 8,50 euros, aunque pocos de los que se sientan en las rocas, a modo de gradas de auditorio, están bebiendo, pues necesitan sus manos para sostener los teléfonos. Hay un aire hippy en el que no desentonarían el peyote ni una furgoneta con altavoces cuadrafónicos expulsando acordes de sitar, pero el ambiente es más de ropa de Decathlon y de padres que piden a gritos a sus hijos que por favor no se caigan al mar, que se lo han dicho ya veinte veces.
Cuando llega la hora, y la Tierra da su último giro antes de ofrecerle la espalda al sol, todo el mundo se calla. Se oyen gaviotas y olas y el clic de la cámara de algún teléfono. El sol se hunde en unos pocos minutos, en los que casi se sienten los engranajes del planeta y yo confío en que no estropeen ese clima raro con unos aplausos. Que no aplaudan, me digo con mucha fuerza, sabiendo que van a aplaudir un montón. Un señor se pone de pie, da dos palmadas y todo el mundo le sigue. No sé a quién va dirigido ese aplauso. Puede ser al sol, a la Tierra, al mar, al Concello de Fisterra, a la Xunta de Galicia, al Ministerio de Medio Ambiente (por tener tan bien puestas las instalaciones y el entorno) o al dueño del bar de los cubos a 8,50 euros.
Me gusta sentarme en el borde occidental (peninsular) de mi país y sentir que delante de mí solo hay miles de kilómetros de agua. Me gusta dar la nuca a toda España, como si no me importase lo que en ella sucede. Me gusta la conciencia geográfica del faro, esa forma ineludible de estar aquí y ahora, una geolocalización mística. No sé por qué pensaba que toda esa gente perseguía una soledad parecida, pero su aplauso lo desmiente, porque un solitario no aplaude nunca. ¿A quién, si no reconoce nada al otro lado? Un aplauso busca la compañía de la celebración, y es absurdo ir al fin del mundo a encontrarse con otros. Al fin del mundo se va para ignorarlos.
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