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Una Beyoncé pasmosa

La cantante deslumbra en Barcelona con un espectáculo que aúna grandiosidad y sutileza

Beyoncé, durante su actuación en Barcelona.
Beyoncé, durante su actuación en Barcelona.13thWitness

Para pasmar. El espectáculo que Beyoncé ofreció anoche en Barcelona, en un Estadio Olímpico que albergó a unas 46.000 personas, parecía pensado para hacer que la multitud se sintiese embobada, reducida a una minúscula masa de espectadores inermes ante el tamaño descomunal del elemento central del show, un enorme rectángulo que dominaba el escenario girando sobre su eje. Y ante él, una mujer que salió a matar, pisando las tablas con decisión marcial, segura de sí misma hasta el punto de imponerse al tamaño del rectángulo, que podía empequeñecerla también a ella. Pero los cuatro lados de la figura geométrica eran otras tantas pantallas que hacían de Beyoncé una diosa tamaño Olimpo. Juego de dimensiones para decirle al mundo entero que ella está aquí solo para ser la más grande.

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En la primera de las seis partes del espectáculo las cartas quedaron expuestas: fuegos artificiales, lenguas de fuego tan intensas que su calor se sentía en las gradas, sonido contemporáneo y duro, de club, con dos piezas de su último disco abriendo fuego, Formation y Sorry, además de Bow Down y Run The World. Ella, escotada, melena a merced de los ventiladores, vestido negro con brillantes, micro de oro en plan Midas, botas y 14 bailarinas comandadas por sus firmes pasos.

Sonido excelente, potente pero matizado, y temas no atropellados como en el caso de Rihanna, sino expuestos con parsimonia, como las propias piernas de la estrella, que también mostró, ya en la segunda parte, con escueto traje blanco. Y, por cierto, nada de bajones en los interludios como en anteriores shows. Todo el espectáculo fue dinámico, sin apenas respiros pero tampoco a velocidad megamix. Las piezas se unían, pero se podían disfrutar, de la dulce Mine a Baby Boy y al latido jamaicano de Hold Up sin solución de continuidad. Y para la vista unas nalgas batidas por el ritmo. Las de ella, la reina, mostrándose de espaldas. Pobre Jay Z, a su lado una mascota, un Pescadilla junto a Lola.

Y la voz. Porque Beyoncé no sólo bailaba, ya que se mostraba insultantemente segura, hasta el punto de marcarse una balada como Me, Myself And I sola ante la multitud, engrandecida más por su registro vocal, negro, de horas de gospel y discos de soul, que por la propia enormidad de la pantalla. Y luego salto al Runnin' de Naughty Boy en versión reducida con una voz que hacía temblar el alma.

Beyoncé acercándose a los fans durante su actuación
Beyoncé acercándose a los fans durante su actuaciónEFE

Menudo poderío, llevado de nuevo a Jamaica con All Night. Parecía que podía cantarlo todo y hacerlo bien. Alimento para los oídos, gusto para los ojos, estímulos para el cuerpo. La multitud asombrada, en especial los que tras pagar una fortuna (1.200 euros) la veían desde el mismo escenario, mientras actuaba con la naturalidad de quien canta a su hija cuando se despierta. Sin esfuerzo, sin alharacas, sin sobreactuaciones. Como quien respira.

De hecho, el concierto resultó tan categórico que no se dirá que el público no gritaba y mostraba su júbilo aplaudiendo y silbando, pero había un algo de asombro que parecía cortarle, como temeroso a perderse algún detalle o a despertar de aquel manual de música comercial negra para estadio, de rhythm and blues de bajos gordos hip-hoperos, pop, baladas, coreografías y lustrosas piernas en danza. Es más, pareció que se grababa menos que otras veces, como si aquello no cupiese, que no lo hacía, en la pequeñez de un mísero móvil.

Era chicle para los ojos y solo los ojos merecían mascar aquel espectáculo más sensual que sexual, a veces oscuro aunque asequible, enorme y aún con todo sutil. Y, tras dos horas, Halo marcó el final tras una última parte con agua en el escenario secundario en Freedom y guiño a Destiny’s con Survivor. Solo faltó eso para aguar a sus competidoras y dar un último chapuzón a la multitud. Para pasmar.

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