No hay nada menos jazzístico que Diana Krall
La pianista protagoniza el cierre de la última jornada del Jazzaldia
Apenas se sentaba Bobo Stenson delante del piano, y hacía su aparición triunfal la novia de vestido virginal y ramo a juego en uno de los balcones que dan a la plaza de la Trinidad, según se entra, arriba, a la izquierda. Algunos la miran, otros no. Algunos la fotografían, otros ven algo raro en ella. Stenson toca La peregrinación, pieza que uno recuerda de cuando niño, de un disco patrocinado por Iberia, líneas aéreas de España, titulado Navidad en Latinoamérica. Anders Jormin, contrabajista del trío de Stenson, levanta sus ojos azules al cielo color perla de San Sebastián y se encuentra con la efigie de la novia. “¿Será verdad?”, se pregunta.
Blanca y radiante, la susodicha observa el gentío a sus pies, mientras éste contempla sus antebrazos peludos de estibador, sus dos metros aprox. de hombro a hombro, su barba negra modelo Capitán Haddock. A estas alturas, nadie se acuerda del pobre Stenson, tampoco los cameramen desplazados al evento, vueltos con sus cámaras hacia el interfecto. Stenson se hace el idem (el sueco) y sigue a lo suyo.
Y llega el descanso, y el consiguiente cambio de instrumentos, y Diana Krall. “Bajo ninguna circunstancia se permite el uso de ningún dispositivo fotográfico o similar”. Gran pitada. A los pies del escenario, la cancerbera de la artista señala con el dedo a la dama del sombrero amarillo de la tercera fila que ha sacado el teléfono móvil de su bolso con ánimo de delinquir. Ni cámaras, ni móviles, ni novias barbudas.
Arranca la estrella de la noche y, se diría, de todo el festival. La “Trini” sucumbe al discreto charme de la rubicunda pianista y cantante. All or nothing at all, Let's fall in love, You call this madness, I was doing alright… en realidad, da igual lo que cante: todo suena exactamente igual. Acaso ese sea su secreto. D.K. ha hecho de la sosería, virtud; de la monocromía, estilo. Da al público lo que quiere: una imagen. La de una cantante de jazz que se parece mucho a Diana Krall. No hay nada menos jazzístico que eso.
La mayor aportación de D.K. al jazz consiste en una sentarse de aquella manera delante del piano; una caída de párpados, un cruce de piernas, esa cosa que hace sacudiéndose el pelamen como sacado de un anuncio de champú al huevo. Como pianista, no pasa de ser una alumna aplicada (de Jimmy Rowles, por si les interesa el dato). Como cantante, su territorio es la media voz insinuante, o asmática. No le pidan más porque no se lo va a dar. Y como no tiene más que dar, canta lo mismo Just like a butterfly que Cheek to cheek. Uno hubiera invitado gustoso a cualquiera de los allí presentes a escuchar éstas mismas canciones interpretadas por Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan o Carmen McRae.
Por eso, y porque no da para más, se trae un trío que pone lo que hay que poner cuándo hay que ponerlo, sobre todo el guitarrista, Anthony Wilson, quien terminó por llevarse los mayores aplausos, novia barbuda aparte. Con lo que la final, todos contentos, el público, siempre agradecido, y los foteros, profesionales o aficionados, que finalmente udieron sacar la cámara sin importarle lo que dijera la road manager de la artista.
Con esto, que lo mejor de la jornada vino con la sesión vespertina en el Victoria Eugenia a cargo de La Marmite Infernale, multitudinaria excrecencia del célebre laboratorio jazzístico fundado en la ciudad de Lyon concluyendo los sesenta del que salió, entre otros, el saxofonista Louis Sclavis. El conjunto, orquesta, o lo que sea, propone una espectáculo a la vez musical y teatral, una performance, para definirlo en términos actuales. Todos tocan todo, se ríen de todo, empezando por ellos mismos... sus interpretaciones o performances tienen un argumento: “el sonido de un hormiguero terrestre”, o “exaltación submarina lejana”. Irónicos, cáusticos, provocadores, irreverentes, lo suyo tiene mucho que ver con lo que era el jazz hace 30, 40 años, y ya no es.
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