Montecarlo concluye su festival de verano con creaciones de nuevos ballets
Dos bailarines madrileños protagonizan las piezas de Varvana y Verbruggen
En una atmósfera donde se respiraba inevitablemente una cierta tensión por la cercanía del pasado atentado en Niza, el festival L’Été Danse de Montecarlo entró este fin de semana pasado en su recta final con unos estrenos de verdadero lujo escénico: dos nuevas y costosas producciones encargadas por Jean Christophe Maillot a jóvenes y prometedores coreógrafos emergentes. Esta semana el festival se clausura el día 30 con Romeo y Julieta del propio Maillot, donde ya han colgado el cartel de “agotadas las localidades”. Esta edición de 2016, concentrada en la preciosa Sala Garnier de la Ópera del Casino, contó con Mijaíl Barýshnikov en Letter to a man de Robert Wilson, exitoso montaje sobre Nijinski visto recientemente en Madrid.
Maillot encargó nuevas creaciones sobre obras históricas del ballet moderno fundacional: L’enfant et les sortilèges [El niño y los sortilegios] (Maurice Ravel, 1925) al belga Jeroen Verbruggen, y Le baiser de la fée [El beso del hada] (Igor Stravinski, 1928) al ruso Vladimir Varnava. Ambas obras, por diferentes razones y circunstancias, están ligadas tanto a Balanchine como a los Ballets Rusos de Diaghilev. En estas nuevas versiones, L’enfant et les sortilèges está protagonizado por el italiano Daniele Delvecchio y la española Anjara Ballesteros en el rol de La Princesa; mientras Le baiser de la fée cuenta con el protagónico del también madrileño Álvaro Prieto, ambos miembros destacados de los Ballets de Montecarlo donde hacen carrera desde hace años.
Mientras Verbruggen hace un uso casi canónico de la partitura de Ravel, a la que solamente agrega al final una discutible versión de una conocida aria de Henry Purcell cantada por Ludovico Monk (pseudónimo del cantante barcelonés Luis Blanco, cuyo disco El viaje secreto de 2009 le ha dado fama en círculos experimentales), Varnava acudió al compositor y pianista Alexander Karpov (que hace un collage y lo dedica precisamente a Stravinski). Hay en los dos ballets un lujoso y potente despliegue de aparato escenográfico, decorados móviles y vestuarios, pero se observa una enorme diferencia de resultado entre las dos propuestas tanto en lo coreográfico como en lo estético. Verbruggen presenta un trabajo más coherente, legible y armónico, estructurado con bastante acierto y usando del virtuosismo y la calidad de la plantilla de bailarines; Varnava se pierde en su propia sombra rusa, se inspira en el teatro de pantomima clásico más que en el ballet propiamente, que no parece conocer a fondo ni escolásticamente.
En ambas obras, los bailarines se muestran eficientes y dotan de una cierta plasticidad comprensible las a veces crípticas propuestas de estos jóvenes y pujantes coreógrafos que se quieren comer el mundo de una sola vez, como si no hubieran aprendido todavía la sagrada máxima de oro del arte coreográfico: menos es más siempre. Varnava barroca el escenario, crea una confusión de gusto futurista que no cuaja, sin embargo Verbruggen se deja leer con un poco más de soltura. En cualquier caso, ambas piezas han sido pulcramente presentadas y producidas en la tradición artesana de esta casa de ópera. Varnava vive del efecto y Verbruggen de la experiencia de su cuerpo de bailarín virtuoso, lo que fue hasta hace muy poco.
Babelia
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