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LECTURA

Las mejores lecciones de Ígor Stravinski

Considero un gran honor ocupar en estos momentos la cátedra de Poética Charles Eliot Norton; quiero así, ante todo, dar las gracias al comité que ha tenido la gentileza de invitarme para hacer uso de la palabra ante los estudiantes de la Universidad de Harvard. (...)

Hasta ahora he actuado frente a esas colectividades humanas que componen lo que se denomina el público en estrados de conciertos o en salas de teatro; nunca, hasta este momento, me he dirigido a un auditorio de gentes de estudio. En tal calidad -que es, ciertamente, la que les impulsa a adquirir nociones sólidas sobre las materias propuestas- no debe sorprenderles si les prevengo que la materia que voy a desarrollar es seria, de más seriedad que la que generalmente se le atribuye. No han de asustarse por su densidad, por su peso específico. De ningún modo tengo intención de abrumarles..., pero es difícil hablar de música apegándose exclusivamente a sus realidades sustanciales: además, creería traicionarla si la tomase como tema para una disertación inconexa, salpicada de anécdotas y de digresiones agradables o divertidas.

Sé que existe una opinión según la cual los tiempos en que apareció 'La Consagración' vieron cómo se realizaba una revolución. Me declaro en contra de esta opinión. Se me ha considerado erróneamente como un revolucionario
Para ser francos, me vería en un apuro si quisiera citarles un solo hecho que, en la historia del arte, pueda ser calificado como revolucionario. El arte es constructivo por esencia
Nuestros sectores de vanguardia, dedicados a una puja perpetua, esperan y exigen de la música que satisfaga sus gustos por las absurdas cacofonías

Las bellas artes y las artes útiles

No olvidaré en ningún momento que ocupo una cátedra de Poética, y no es un secreto para ninguno de los que me escuchan que "poética", en el sentido exacto de la palabra, quiere decir el estudio de la obra que va a realizarse. El verbo , del cual proviene, no significa otra cosa sino "hacer". La poética de los filósofos de la antigüedad no admitía lirismos sobre el talento natural, ni sobre la esencia de la belleza. La misma palabra englobaba para ellos las bellas artes y las artes útiles y se aplicaba a la ciencia y al estudio de las reglas verdaderas y precisas del oficio. De ahí que la Poética de Aristóteles sugiera constantemente ideas de trabajo personal, de ajuste y de estructura.

Voy precisamente a hablarles de la poética musical; es decir, del hacer en el orden de la música. No es necesario repetir que no tomaré a la música como pretexto para amables divagaciones. (...)

Éstas no serán, pueden estar seguros, unas confesiones a la manera de Jean-Jacques Rousseau; menos aún a la manera de los psicoanalistas, quienes, con un aparato seudocientífico, no hacen sino profanar miserablemente los valores auténticos del hombre y de sus facultades psicológicas y creadoras.

Quisiera situar mi sistema de confesiones entre lo que es un curso académico -retengo su atención sobre este término, ya que pienso volver sobre él durante el transcurso de mis lecciones- y lo que podría denominarse una apología de mis propias ideas generales. Empleo la palabra apología no en el sentido corriente, esto es, de elogio, sino en un sentido de justificación y defensa de mis puntos de vista personales. Es decir, que se trata, en el fondo, de confidencias dogmáticas.

Sé perfectamente que las palabras dogma y dogmático, por poco que se las aplique en el orden estético, como en el orden espiritual, no dejan nunca de disgustar -de chocar- a algunos espíritus más ricos en sinceridad que fuertes en seguridad de juicio. Si insisto es para que ustedes acepten estos términos en toda la extensión de su legítimo sentido. Les aconsejo que les den crédito y se familiaricen con ellos: terminarán por tomarles gusto. (...)

En efecto, nos resulta imposible llegar al conocimiento del fenómeno creador independientemente de la forma que manifiesta su existencia. Según esto, cada proceso formal deriva de un principio, y el estudio de este principio requiere precisamente aquello que llamamos dogma. Dicho de otra forma, la necesidad que tenemos de que prevalezca el orden por encima del caos, de que se destaque la línea recta de nuestra operación entre el amontonamiento y la confusión de posibilidades e indecisión de las ideas, supone la necesidad de un dogmatismo. Sólo empleo, pues, estas palabras por lo que significan al designar un elemento esencial, propio para salvaguardar la rectitud del arte y del espíritu, afirmando que no usurpan aquí, de ningún modo, sus funciones.

El hecho mismo de recurrir a eso que llamamos el orden, ese orden que nos permite dogmatizar en el asunto que tratamos, no nos conduce solamente a tomarle gusto: nos incita a situar nuestra propia actividad creadora bajo el amparo del dogmatismo. Por eso deseo que ustedes lo acepten.

A lo largo de este curso apelaré continuamente a su gusto y sentido del orden y de la disciplina, los cuales, nutridos, perfeccionados y sostenidos por nociones positivas, forman la base de lo que se llama el dogma.

Por el momento, con objeto de guiarles en lo que respecta a los estudios futuros, debo advertirles que mi curso se limitará a la exposición de tesis para una explicación de la música en forma de lecciones. ¿Por qué empleo la palabra explicación? ¿Y por qué hablo precisamente de una explicación? Porque todo cuanto tengo intención de decirles no constituirá la exposición impersonal de datos generales, sino una explicación de la música tal como yo la concibo, la cual no será menos objetiva por ser fruto de mi propia experiencia y de mis observaciones personales.

Investigaciones objetivas

El hecho de que haya comprobado por mí mismo el valor y la eficacia de tal explicación me persuade a mí y les garantiza a ustedes que no será un conjunto de opiniones que les propongo, sino una suma de comprobaciones que les ofrezco, y que, hechas por mí, no son menos válidas para los demás. No se trata, pues, de mis sentimientos y de mis gustos particulares. No se trata de una teoría de la música proyectada a través de un prisma subjetivista. Mis experiencias y mis investigaciones son enteramente objetivas y mis introspecciones no me han llevado a interrogarme sino para sacar consecuencias concretas.

Estas ideas que desarrollo, estas causas que defiendo y que defenderé sistemáticamente ante ustedes, han servido y servirán siempre de base a la creación musical, precisamente porque están basadas en el plano de la realidad concreta. Y si quieren atribuir una importancia, por mínima que sea, a mi creación, que es el fruto de mi conciencia y de mi fe, den crédito entonces a los conceptos especulativos que han engendrado mi obra y que se han desarrollado simultáneamente con ella.

Explicar -del latín explicare, "desplegar", "desarrollar"- es describir una cosa; es descubrir su génesis, comprobar las relaciones que las cosas tienen entre sí, tratar de aclararlas. Explicárselo es también, para mí, explicarme a mí mismo y esforzarme por poner en su lugar cosas desplazadas o subvertidas por la ignorancia o por la mala fe, que se ven siempre unidas por un misterioso vínculo en la mayor parte de los juicios que se emiten sobre las artes. La ignorancia y la mala fe se enlazan por su raíz, y la segunda beneficia sordamente las ventajas que extrae de la primera. No sé cuál es más odiosa. De por sí, la ignorancia no es un crimen. Empieza a volverse sospechosa cuando pretende ser sincera; porque la sinceridad, como decía Rémy de Gourmont, apenas constituye una explicación, nunca una excusa, y la mala fe no deja nunca de asirse de la ignorancia como de una circunstancia atenuante.

Se admitirá fácilmente que esta oscura connivencia de "la ignorancia, la debilidad y la malicia", para usar el lenguaje de la teología, justifica la legitimidad de una réplica, de una defensa leal y vigorosa. En este sentido es como entendemos la polémica. Estoy obligado, pues, a polemizar. En primer lugar, por causa de la subversión de los valores musicales que evoqué hace un momento; después, para defender una causa que, si bien a primera vista puede parecer personal, no lo es en realidad. Me explicaré sobre este segundo punto. Una casualidad que me complazco en considerar feliz ha hecho que mi persona y mi obra hayan sido marcadas, a pesar mío, con un signo distintivo desde el principio de mi carrera y hayan representado el papel de un "reactivo". El contacto de este reactivo con la realidad musical que me rodea, con los medios humanos y el mundo de las ideas, ha provocado movimientos diversos en los que la violencia iguala a la arbitrariedad. Parece que se han equivocado de destino. Pero, más allá de mis obras, estas reacciones irreflexivas se han extendido a toda la música, revelando la gravedad de un juicio vicioso que mancillaba la conciencia de una época y que falseaba todas las ideas, todas las tesis y todas las opiniones mantenidas sobre una de las más altas facultades del espíritu: la música considerada como arte. No olvidemos que Petruchka, La Consagración de la Primavera y El Ruiseñor aparecieron en una época que estuvo marcada por cambios profundos que desplazaron muchas cosas y perturbaron muchos espíritus. No es que estos cambios se hayan operado en el dominio de la estética o sobre los usuales modos de expresión (tales trastornos se produjeron en una época anterior, en los comienzos de mi actividad). Los cambios a que aludo han llevado inmediatamente a una revisión general de los valores fundamentales y de los elementos primordiales del arte musical.

Esta revisión, que se esbozó en la época que he mencionado, continuó después sin interrupción. Lo que ahora declaro se prueba por sí mismo y se observa con claridad en el encadenamiento de los hechos concretos y de los acontecimientos de la vida cuyos testigos somos.

'La Consagración'

Sé perfectamente que existe una opinión según la cual los tiempos en que apareció La Consagración vieron cómo se realizaba una revolución. Revolución cuyas conquistas estarían hoy en vías de ser asimiladas. Me declaro en contra de esta opinión. Estimo que se me ha considerado erróneamente como un revolucionario. Cuando La Consagración apareció, fueron muchas las opiniones a que dio lugar. Entre el tumulto de opiniones contradictorias, mi amigo Maurice Ravel intervino casi solo para poner las cosas en su lugar. Él supo ver y dijo que la novedad de La Consagración no residía en la escritura, en la instrumentación, en el aparato técnico de la obra, sino en la entidad musical.

Se me ha hecho revolucionario a pesar mío. Ahora bien: los arrebatos revolucionarios nunca son enteramente espontáneos. Hay gentes hábiles que fabrican revoluciones con premeditación... Hay que precaverse contra los engaños de quienes os atribuyen una intención que no es la vuestra. Por lo que a mí respecta, nunca oigo hablar de revolución sin recordar la conversación que G. K. Chesterton nos cuenta que tuvo con un tabernero de Calais al desembarcar en Francia. Este último se lamentaba amargamente de la dureza de la vida y de la falta cada vez mayor de libertad: "Es lamentable", concluía, "haber hecho tres revoluciones para volver a caer siempre en el mismo lugar". Y Chesterton le contesta que una revolución, en el sentido propio del término, es el movimiento de un móvil que recorre una curva cerrada y vuelve así al punto de partida...

El tono de una obra como La Consagración pudo parecer arrogante; su lenguaje, rudo en su novedad; pero esto no implica en modo alguno que sea revolucionaria en el sentido subversivo del vocablo.

Si basta romper con una costumbre para merecer el calificativo de revolucionario, todo músico que tiene algo que decir, y que sale, por decirlo así, de la convención establecida, deberá ser calificado de revolucionario. ¿Por qué cargar el diccionario de las bellas artes con este término retumbante que designa, en su más habitual acepción, un estado de perturbación y de violencia, cuando hay tantas palabras más apropiadas para designar la originalidad?

Para ser francos, me vería en un apuro si quisiera citarles un solo hecho que, en la historia del arte, pueda ser calificado como revolucionario. El arte es constructivo por esencia. La revolución implica una ruptura de equilibrio. Quien dice revolución, dice caos provisional. Y el arte es lo contrario del caos. No se abandona a él sin verse inmediatamente amenazado en sus obras vivas, en su misma existencia.

La cualidad de revolucionario se atribuye generalmente a los artistas de nuestros días con una intención laudatoria, sin duda porque vivimos en un tiempo en el que la revolución goza de una especie de prestigio en el medio de una sociedad anticuada. Entendámonos: yo soy el primero en reconocer que la audacia es lo que mueve a las más bellas y más grandes acciones; razón de más para no ponerla inconsideradamente al servicio del desorden y de los apetitos brutales, con la intención de un sensacionalismo a toda costa. Apruebo la audacia; no le fijo, de ningún modo, límites; pero tampoco hay límites para los errores de lo arbitrario.

La exageración gratuita

Si queremos gozar plenamente de las conquistas de la audacia debemos exigir, ante todo, su perfecta y clara luminosidad. Trabajaremos por ella al denunciar las falsificaciones que puedan tender a usurpar su lugar. La exageración gratuita pervierte todas las cosas, todas las formas a las que se aplica. Entorpece y embota con su precipitación las novedades más valiosas; corrompe simultáneamente el gusto de sus adoradores, lo cual explica que este gusto pase rápidamente, sin transición, de las más insensatas complicaciones a las trivialidades más chabacanas.

Un complejo musical, por muy rudo que sea, es legítimo en la medida en que revela su autenticidad. Pero para reconocer los valores auténticos entre los excesos ficticios es necesario estar dotado de una intuición que nuestro esnobismo desprecia tanto más cuanto más desprovisto se encuentra de ella.

Nuestros sectores de vanguardia, dedicados a una puja perpetua, esperan y exigen de la música que satisfaga sus gustos por las absurdas cacofonías.

Digo cacofonía sin temor alguno de verme confundido con los viejos pompiers, con los laudatores temporis acti. Y tengo conciencia, al emplear esta palabra, de no dar, en modo alguno, marcha atrás. Mi posición, a este respecto, es exactamente la misma que en los tiempos en que componía La Consagración y en los que se complacían en tomarme por revolucionario. Hoy, como entonces, desconfío de la moneda falsa y me cuido muy bien de tomarla por moneda contante y sonante. Cacofonía quiere decir mala sonoridad, mercadería ilegal, música incoordinada, que no resiste a una crítica seria. Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre la música de Arnold Schönberg -para citar el ejemplo de un compositor que evoluciona sobre un plan esencialmente distinto del mío, tanto por la estética como por la técnica-, cuyas obras han provocado a menudo violentas reacciones o sonrisas irónicas, es imposible que un espíritu honrado y provisto de una verdadera cultura musical deje de notar que el autor de Pierrot lunaire es cabalmente consciente de lo que hace y que no engaña a nadie. Ha creado el sistema musical que le convenía, y en ese sistema es perfectamente lógico consigo mismo y perfectamente coherente. No se puede llamar cacofonía a una música por el mero hecho de que no agrade.

Tan degradante como esto es la vanidad de los esnobs que se jactan de una vergonzosa familiaridad con el mundo de lo incomprensible y que se declaran felices de encontrarse en buena compañía. No es música lo que ellos buscan, sino el efecto agresivo, la sensación que embota los sentidos.

Me confieso, pues, completamente insensible al prestigio de la revolución. Todos los ruidos que pueda originar no despiertan en mí eco alguno, puesto que la revolución es una cosa y la novedad es otra. Aun cuando no se presente en una forma extremista, sus contemporáneos no siempre reconocen la novedad. Permítaseme tomar como ejemplo la obra de un compositor que elijo expresamente, puesto que su música, cuyas cualidades han sido claramente reconocidas después de mucho tiempo, ha llegado a ser tan universalmente popular que hasta es frecuente oírla en los organillos.

El ejemplo de Gounod

Me refiero a Charles Gounod. No se sorprendan ustedes si me detengo un instante en él. No es tanto el autor de Fausto el que me retiene, sino el ejemplo que él mismo nos proporciona de una obra cuyos méritos más relevantes han sido despreciados por su novedad por aquellos mismos cuya misión exige estar exactamente informados de la realidad que van a juzgar.

Veamos, pues, el Fausto. Las primeras críticas de esta famosa ópera negaron a Gounod esa invención melódica que nos parece hoy la característica dominante de su talento. Se llegó incluso a negarle el don melódico. Veían en Gounod "un sinfonista perdido en el teatro", un "músico severo", según sus expresiones y, desde luego, más "sabio" que "inspirado". Se le reprochó, naturalmente, por "poner el efecto no en las voces, sino en la orquesta".

En 1862, tres años después del estreno de Fausto, la Gazette Musicale de París declaró sin tapujos que Fausto, en conjunto, "no era la obra de un melodista". En cuanto al famoso Scudo, cuya opinión dictaba la ley desde la Revue des Deux-Mondes, dio a luz el mismo año esta obra maestra histórica que no querría dejar de citar íntegramente: "El señor Gounod tiene la desgracia de admirar ciertas partes trastornadas de los últimos cuartetos de Beethoven; turbio manantial en el que han bebido los peores músicos de la Alemania moderna, los Listz, los Wagner, los Schumann, sin omitir a Mendelssohn por ciertos aspectos equívocos de su estilo. Si el señor Gounod ha adoptado realmente la teoría de la melodía infinita, la melodía de la selva virgen y del sol poniente que presta sus encantos a Tannhäuser y Lohengrin -melodía que puede compararse a la carta de Arlequín con su "no me ocupo de puntos y comas; ponedlas donde queráis"-, suponiendo que así fuera, lo cual me parece imposible, el señor Gounod estaría irremisiblemente perdido". Hasta entre los alemanes hubo quien, a su manera, dio la razón al amable Scudo. Se puede leer, en efecto, en los Münchener Neueste Nachrichten que Gounod no era francés, sino belga, y que sus composiciones no reflejaban el carácter de las escuelas francesa o italiana modernas, sino el de la escuela alemana en la que él se había educado y desarrollado.

Como la literatura que se ocupa de la música no ha cambiado de estilo después de setenta años, y puesto que, si la música se transforma sin cesar, las prevenciones que se le oponen no cambian, es absolutamente necesario que nos dispongamos a la réplica.

Voy a crear, pues, polémica. No tengo temor de manifestarlo. No para defenderme a mí mismo, sino para defender verbalmente a la música y a sus principios, como hago, en otro aspecto, por medio de mis obras.

Ígor Stravinski

'Poética musical' (editorial Acantilado). El volumen recopila las seis lecciones magistrales que el compositor ruso (1882-1971) dio a los alumnos de la Universidad de Harvard en septiembre de 1939. Al mismo tiempo incluye una interesantísima presentación del poeta griego, y premio Nobel de Literatura, Iorgos Seferis. En estas páginas se recoge un amplio fragmento de la primera conferencia de Stravinski. La obra aparecerá en las librerías a partir del 1 de marzo.

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