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Antropofagia siglo XXI

El artista plástico Enrique Cavestany consolida su retorno a la narrativa con 'Guilhem, una historia caníbal'

Enrique Cavestany, artista plástico apodado Enrius, inserto en la vanguardia intelectual madrileña desde la primera línea de la ilustración en Prensa, acaba de publicar su novela Guilhem, una historia caníbal. Consolida así su retorno a la narrativa, tras sus obras Cangrejo de alta mar, Una cueva diluvial en la Cava Baja y El Mundo Perdido de los Oparvorulos. Ahora, desde la atalaya de un prominente panóptico, nos adentra en un relato sorprendente. En él comparecen, entrañadas, verdad y fábula, para definir un original territorio literario donde la acción, construida desde la indagación de un presunto linaje legendario perpetuado hasta hoy mismo, se despliega por recónditos vericuetos casi nunca transitados por quienes ofician las artes de escribir.

La novela, de jugoso léxico y emoción creciente, recorre un sinuoso trayecto de ida y vuelta que enraiza en el piedemonte pirenaico, el Rosellón del Languedoc, donde en plena Edad Media un antepasado del autor, de nombre Guilhem, apuesto trovador de desdichado destino, cometió amoríos con la esposa de un altanero noble local. El conde Raimon del Castell Roselló, herido por la deslealtad de su esposa, Saurimonda, mandó capturar al juglar, dióle muerte por decapitación y dispuso dar de comer a su esposa, sin que ella lo supiera, el corazón guisado de su amante.

El relato se basa en una leyenda evocada por Stendhal en 1822 y censada como apócrifa en 1975 por el polígrafo catalán Martí de Riquer, que conduce al lector hasta la localidad francesa que lleva el nombre de un capite stagnum o cap d’estany que daría origen al linaje de su descendiente, el propio autor de la novela. Enrique Cavestany, con el ánimo a caballo entre el divertimento y la picazón de la charada, hace gala de una sed insaciada por despejar de bruma el misterioso magma que envuelve, todavía, aquel medieval episodio. El autor recorrió los enclaves franceses de su historia para informarse de todo cuanto a ella concerniera. Entronca la narración con el umbrío universo de aquellos Hombres de Bien -los cátaros- que, por mor de su bonhomía, atrajeron hacia sí el más atroz anatema, una vez que la Sede de Pedro dijo averiguar que tras ellos al Mal escondía su ponzoñosa zarpa. Surge el personaje de Ardagasto, bogomilo de Constantinopla devenido en cátaro, inoculador del estigma vampírico, la otra versión del canibalismo, al desdichado trovador Guilhem y que pena su infortunio, consistente en un vagar deambulando eternamente por la historia. Pero, aún más, la escritura de Cavestany trenza con el fino hilo de su narración a quienes, desde Vlad el Empalador hasta el siberiano Alexandr Spetishev, que devoró a ochenta congéneres en 1990, ejercerían el vampirismo o el canibalismo, literariamente abordados también por Bram Stocker y Ezra Pound, como pervivencias de aquel pasado que hirió mortalmente el pecho del infortunado juglar.

La imaginación del autor no parece mostrar límite. Es simultánea y consecutivamente sujeto y objeto de su relato, ya que, en un prodigioso zigzag narrativo, recorre hitos de su propia estirpe donde va descubriendo reminiscencias de aquel ancestral jalón de su linaje; incluso en el Buenos Aires donde su abuelo, el dramaturgo y político Juan Antonio Cavestany, que llegaría a ser nombrado vicepresidente de las Cortes a fines del siglo XIX, estrenaría algunos de sus principales dramas. A los 16 años, el abuelo del autor, protegido de José de Espronceda, escribió su pieza teatral El esclavo de su culpa, de enorme éxito, donde su nieto ve una reminiscencia de Guilhem. El autor sitúa además la sombría estela de los grandes antropófagos sobre un taxista de mirada negra y habla borboteante, que no es otro que Ardagasto reencarnado, el mismo que circula en su yellow cab por Nueva York, en donde a la sazón trabajaba como corresponsal un hijo del autor, Juan, descreído ante tanta fábula. Será Juan quien descubra en el Museo neoyorquino de Ciencias Naturales a un joven adolescente, llamado Guilhem, que se sabe portador de un raro designio que remite al lejano Languedoc, donde brotó la leyenda.

El relato resulta tan seductor como desconcertante. En un trepidante juego de espejos, reverbera entre torsiones una realidad trenzada por la historia, mas se trata de una historia desmigada, sincopada y desprovista de cualquier continuidad, liberada del nudo dogma de la sucesión incesante. Por ello es precisamente tan persistente desconcierto el que revela en su hondura el tímbrico latido del quehacer literario en su avanzante dimensión de libertad suprema, de irresponsabilidad máxima, de deseo total. Si hubiera que definir el género de esta novela, su víspera más cercana sería la que se extiende entre el postsurrealismo y el infrarrealismo, porque en su seno batallan los sueños y los anhelos más puros, sabiamente emancipados del dictado del espacio-tiempo por el vigoroso estro del autor.

Enrique Cavestany no solo cumple el compromiso del escritor en la creación de numerosos mundos propios, sino que tiene la desenvoltura de imbricarlos hasta brindar al lector el regocijo de un salto hasta el horizonte, donde el pasado reaparece cargado de una actualidad suprema y circular, retorno perpetuo con el que Nietzsche mostró, con su voluntad de poder, que nada hay más inhumano que lo sobrehumano. Cavestany humaniza empero su obra porque parece querer dejarse herir por la flecha azul de libertad que el horizonte dispara junto a nosotros y que solo muy pocos, como él, se proponen aventajar a la carrera.

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