Más cornadas da el toro
La muerte de Barrio expone el extremo peligro de una profesión que ha encontrado su mejor aliado en los avances médicos
Decía Juan Belmonte que la diferencia entre los toros y el teatro consiste en que los toros se muere de verdad. Sabía de lo que hablaba. Porque se le murió Joselito en los pitones de Bailaor. Y porque entonces -mediados los años veinte- no había aparecido el invento o el antídoto redentor de la penicilina.
Es la razón por la que el doctor Fleming tiene un monumento en Las Ventas. Un brindis de un torero anónimo y de todos los toreros, cuyas vidas siguen en peligro -lo demuestra la cornada mortal de Víctor Barrio- pero bastante garantizadas gracias a la tecnología de los quirófanos y a la cobertura de las ucis móviles.
Es un milagro de la ciencia, valga la contradicción, que Juan José Padilla sobreviviera a la cornada que le atravesó el maxilar hasta la órbita del ojo en Zaragoza (2011). Y es un fenómeno inexplicable que Jiménez Fortes permanezca en activo después de haberle rebanado el cuello un astado de Salvador Domecq en Madrid (2014), más o menos como le había sucedido al diestro Julio Aparicio en otra cogida espeluznante.
Paquirri no se hubiera muerto hoy. No porque el cornalón en la femoral careciera de peligro, sino porque los medios sanitarios contemporáneos hubieran remediado el traslado por el laberinto de asfalto que recorrió la ambulancia camino de Córdoba.
Y sin embargo, los años que han transcurrido de la muerte de El Yiyo a la de Barrio, 31, han trasladado la equívoca impresión de que los toreros arriesgan menos antaño. Que hay ahora menos mártires. Y que "jugarse la vida" es una expresión retórica.
Ocurre exactamente los contrario. No ya por la influencia que ha ejercido José Tomás en las apreturas y los terrenos de la tauromaquia contemporánea. También porque impresionan las dimensiones de la crónica hospitalaria en las últimas temporadas.
Y en la presente también. La sensación de 2016, Roca Rey, peruano de 19 años, ha visitado cotidiana, sistemáticamente, la enfermería en los vaivenes del triunfo y de la sangre, igual que lo ha hecho el diestro madrileño López Simón. Tiene más cicatrices que tatuajes tiene Sergio Ramos. De hecho, se ha arraigado entre las nuevas figuras del escalafón una suerte de competición en la desmesura del peligro. Ha regresado el tremendismo. Se ha instalado la doctrina del arrimón, a sangre y fuego.
Se entiende así la solemnidad y la gravedad que implica la muerte de Víctor Barrio. Y se explica la reputación póstuma y heroica que deja en herencia a sus compañeros. Es el primer matador de toros que muerte en España desde 1985, cuando lo hizo El Yiyo, pero la estadística requiere muchos otros matices. Los toreros que se quedaron lisiados (Julio Robles, NimeñoII...), los banderilleros que murieron en la plaza (Montoliú, Campeño, Soto Vargas...). Y los recentísimos casos de ultramar, pues el verano sangriento de 2016, emulando el título de la novela de Hemingway, ya se ha cobrado la vida del novillero peruano Renato Motta y las arrugas de El Pana, legendario diestro mexicano que expiró el pasado mes de junio a los 64 años como resultado de las consecuencias una cogida en Ciudad Lerdo (estado de Durango).
"Más cornás da el hambre", proclamó El Cordobés para justificar su reputación de torero desesperado y temerario, pero aquel eslogan mercadotécnico -cuando el marketing no existía- nunca se ha compadecido con la realidad. Más cornadas da el toro.
Babelia
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