La cofradía hispanohablante
El español surge desde distintos puntos del mundo en lo que se escribe, publica y enseña
Manda, omnímodo, en todo el ámbito de la lengua, el uso. Pero no el uso ocurrente y ocasional, sino el uso garantizado, convalidado por una cofradía panhispánica, compuesta por hombres y mujeres de autoridad responsable. Tiene autoridad —la etimología latina lo reafirma— aquel que dispone de potencia para hacer crecer y promover lo que toca (un proyecto, la educación de una persona, un país), en este caso la lengua que nos expresa y comunica. Es responsable la persona que cumple con las dos acepciones del término: la que se hace cargo de lo que dice y hace con la lengua y la que es capaz de buscar y hallar respuestas a las cuestiones mayúsculas y menores que el manejo del idioma propone —esto es, nos pone por delante— en cada paso que damos en nuestro discurso cotidiano.
El uso expandido puede nacer de la boca placera y popular oral, de la prensa, de la oralidad televisiva, de tal novela, pero es la cofradía tácita la que lo asume y lo ratifica. Si esto no se da, el uso es efímero, y se pierde. Después, para darle debida y ordenada difusión a los usos consolidados actúan, luego, las academias.
Los que en verdad mandan en el uso de la lengua constituyen una hermandad sin comisión directiva, que desde distintos puntos de la panhispanidad, con criterio y sapiencia, proponen línea a línea en lo que escriben, en lo que publican, en lo que enseñan, las nuevas palabras, los modos del decir, los fraseos, las inflexiones. Operan como Los conjurados, de la ficción borgesiana. Son una laya de hombres “buenos” —diría el creativo marino y académico palabrista— que, vigilantes, respetan su oficio y misión. Constituyen esta sociedad gente variopinta: escritores en todos los géneros, periodistas en todos los medios, filólogos y lingüistas, docentes y gente de a pie que saben que hablar y escribir es, como decía Joubert, una facilidad natural y una dificultad adquirida.
Estas personas de responsable autoridad mantienen abiertos ojos y oídos respecto de la lengua. No son nefelibatas lingüísticos: patean la realidad de la sociedad, de la comunidad, de la calle. Escuchan y leen, mastican y asimilan; atienden a la letra, y a la voz viva. Recuerdo al caso la anécdota del corrector de pruebas que enmendaba a Sarmiento quien en 1845 manuscribía “oscuro”. Y lo castigaba: “Ojo: obscuro”. A lo que el sanjuanino respondió, también en nota marginal al pliego: “Oreja: oscuro”.
Nuestras mujeres usan “pollera”, y las españolas, “falda”, pero todas pueden lucir “tanga”
Muchos de los integrantes de esa cofradía de gente con autoridad responsable integra las academias, y otros están extramuros. Todos laboran en igual sentido, institucional o individualmente. Pero el esfuerzo común consolida los usos que, golpe a golpe, se van imponiendo en labios de todos.
No son las academias las mandamases, aunque sí las que ordenan, en el sentido de poner orden en la selva selvaggia de nuestra lengua. No manda la Academia mexicana, en quien pueden despuntar aspiraciones del adormecido imperio azteca, al ser la nación con el mayor caudal de hablantes en el mundo hispánico (y se daría “la tiranía de la mayoría”, como amedalló en certera frase Tocqueville). Ni manda la Real española, con todos los derechos adquiridos por historia y sostenida aplicación laboriosa a la ponderable tarea de trabajar en obras claves para codificar nuestra lengua. Ni números populosos ni historia y aportes basan la capacidad de mando. Como nos enseñó a todos Gregorio Salvador, y todos repetimos epigónicamente, muchos sin citar la grata fuente, las academias son como los notarios (dicen en Madrid, “escribanos” decimos en el Plata), que solo, y nada menos, dan fe de que tal cosa se dice así en tal nivel de uso.
Las academias deben atarearse en un doble movimiento: uno centrípeto, en acordar, apoyadas en la convalidación de los usos auspician adopciones panhispánicas únicas que faciliten la expansión de nuestra lengua en el mundo. En este sentido, las opcionalidades (“alvéolo”, “alveolo”) son el cáncer del idioma. El otro, en la especialización estudiosa de los usos firmes de su región lingüística para señalar lo diverso en la unidad, pero no para alzar fronteras entre regiones. Ahora sí, en cada región mandan, en lo propio, los locales. En fin, nuestras mujeres usan “pollera”, y las españolas, “falda”, pero todas pueden lucir “tanga”, y esto es estimulante, léxicamente, digo.
La frase de san Agustín es orientadora en nuestro campo: “En lo esencial, la unidad; en lo opinable, la variedad; en todo, la caridad”. La caridad en el mando, también en el lingüístico, se basa en dos actitudinales (hay que hablar así para que a uno lo respeten, con tecnicismos y latinismos): en aquello de suaviter in modo, fortiter in re, que nos aleja de la intemperancia autoritaria y el índice acusador (“se dice el pecado pero no el locutor”), y en el refrán paciente “poco a poco hila la vieja el copo y rompe el mono el coco”. Calibremos al caso, como una app, los versos retocados de Ezequiel Martínez Estrada, que aluden a la labor silenciosa de la cofradía y a nuestro aprendizaje en la incorporación de los buenos usos destilados como materia vinaria: “Lo que se ha decantado poco a poco / no quieras tú bebértelo de un trago. / Bebedor, académico, viandante / despacio, despacio, despacio.
Pedro Luis Barcia es expresidente de la Academia Argentina de Letras.
Babelia
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