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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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La pasión Stanislavski

Marcos Ordóñez

Cada día admiro más a Stanislavski. ¡Hizo tanto y sigue siendo tan denostado! Hoy cualquier lelo que acaba de salir del cascarón actoral suelta la repetida gansada de “A mí lo que me va es el método Stolisnaya” y se queda tan ancho. Años atrás, por pura falta de conocimiento, me pareció que Mamet tenía razón al criticarle en Verdadero y falso, aquel libro donde el dramaturgo combinaba, como suele ser su costumbre, notables intuiciones con abundantes muestras de “porque lo digo yo”.

Juan Carlos Corazza me dijo un día: “Lee más a Stanislavski. Léelo mejor” e intenté seguir metódicamente (nunca mejor dicho) su consejo. Devoré todas las ediciones en Alba y estos días estoy disfrutando mucho con Cuaderno de dirección, una antología recién publicada por la benemérita Pajarita de Papel, donde vuelve a quedar clara la vastedad de su influencia. Son textos fechados entre 1905 y 1922, años en los que el actor, director, investigador y pedagogo ruso comienza a afianzar las bases de su búsqueda de la verdad interpretativa (o, como decía, de “la vida del alma”). El libro alterna notas sobre ensayos, análisis de textos y planes de puesta en escena (Espectros, de Ibsen) con escritos sobre la crítica, exhortaciones a los actores y apuntes sobre el mundo del teatro ruso de la época.

Muchos le acusaron de diletante (“niño rico”) y dogmático, pero diría que, como a menudo ocurre con los visionarios, confundieron sus enseñanzas con las reducciones formuladas por sus discípulos. ¿Stanislavski dogmático? Recuerdo estas frases a sus alumnos, que me hacen pensar en Juan de Mairena: "No séais esclavos de mis palabras. Aprovechadlas para crear algo que funcione para cada uno de vosotros, y desechad todo aquello que no os sirva. Un actor ha de aprender de la tradición para romperla y superarla". Leo a Stanislavski y veo a un hombre que se equivocó muchas veces (algunos de sus enfoques de la obra de Chéjov, por ejemplo) pero que amaba el teatro por encima de todas las cosas. Veo un pensamiento apasionado en evolución constante que, como dice Corazza "cambia de libro en libro, de época en época, y que se revela, como con la pintura impresionista, al tomar la distancia justa del cuadro".

Pienso ahora en la historia de Stella Adler, la única actriz estadounidense que recibió clases directas del maestro. Viaja a París en 1934 para trabajar con él cinco semanas y se encuentra a un Stanislavski enfermo y paralítico pero lleno de vigor, que le sorprende al decirle, entre otras cosas, que ya ha dejado atrás sus teorías sobre memorias emocionales y sensoriales, que lo fundamental es definir las necesidades y objetivos de los personajes. Ese viaje y lo que el maestro le dijo en París generan, a su vuelta a Nueva York, la gran escisión en el Group Theater entre las dos grandes corrientes: los stanislavskianos ortodoxos, con Lee Strasberg a la cabeza, y los renovadores, encabezados por Adler, Sanford Meisner y Robert Lewis. Pero esa es otra historia. Años fundacionales, años fervientes, como escribió Harold Clurman. Ojalá se publiquen más entregas de estos Cuadernos. ¡Queda tanto por leer de Stanislavski!

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