‘There is a light that never goes out’, la diana definitiva de The Smiths
Cuando se cumplen justo treinta años de su edición, la canción de amor fatalista de Morrissey y Marr sigue brillando como el primer día
No hace falta insistir mucho en ello: algunas de las más grandes gemas en la historia del pop son canciones arrumbadas en la parte teóricamente menos noble de sus álbumes y sin siquiera ser escogidas como singles. Sin formar parte de su triada inicial ni descorchar los argumentos de su segunda cara. Sin tampoco promediar en ninguna lista de éxitos. Si elaborásemos una encuesta entre sus fans, seguramente There Is A Light That Never Goes Out tendría todos los números para ser escogido como el mejor tema que nunca compuso la dupla formada por Steven Morrissey y Johnny Marr. Pero en su momento, cuando la discográfica Rough Trade se veía en la necesidad de escoger un segundo adelanto del contenido del tercer álbum -convencional, no de caras B ni tomas alternativas- de The Smiths (el primero había sido The Boy With The Thorn In His Side, muchos meses antes), se topó con la firme negativa de la banda, que apostó por Bigmouth Strikes Again.
De esa manera apuntalaban otro jalón en su complicada relación con Geoff Travis, capo del sello londinense. Y volvían a manifestar la indomable autonomía de su trazo creativo, porque aunque querían triunfar (la obsesión de Morrissey con la posición de cada uno de sus discos en los charts es proverbial), querían hacerlo a su manera. “Reconozco que fue algo impopular, pero creo que acertamos”,afirmó muchos años después Johnny Marr. “Como fan del pop, reconozco que todos mis álbumes favoritos tienen alguna canción que podría haber sido single y no lo fue, así que There Is A Light... pertenece a esa estirpe, es una brillante y soberbia canción de álbum, y reside en la cúspide”, remató. Y el tema no fue finalmente extraído para abrir el apetito ante la inminente edición del álbum The Queen Is Dead (1986).
Irónicamente, sí fue editada como sencillo en 1992, cuando Warner despachó una de las primeras recopilaciones del grupo, ya disuelto. Incluso Morrissey se marcó uno de sus clásicos donde dije digo, digo diego, facturándola como single extraído de su directo Live At Earls Court, en 2005, aunque en su descargo quepa decir que la negativa a utilizarla como sencillo había sido comandada en su momento por Marr. Pero aquella rotunda afirmación del guitarrista enlaza directamente con el pálpito de apasionados devoradores de cultura pop que eran The Smiths, capaces de asimilar decenas de nutrientes para licuarlos y regurgitarlos en un discurso ya configurado como algo plenamente atribuible a su propio talento: aunque apenas lo parezca, las huellas de The New York Dolls, el free cinema británico de los 60, The Shirelles y James Dean están presentes en sus surcos. Los primeros, con un préstamo lírico de su Lonely Planet Boy. El segundo, con otro préstamo de un diálogo entre los actores Albert Finney y Shirley Anne Field. Las terceras, con un brote de sobrevenida inspiración en la letra de su hit Will You Still Love Me Tomorrow?. Y el cuarto, con cierto espíritu legado de Rebelde sin causa, su film más totémico. Y eso por no mencionar su característica intro, tan solo cuatro segundos que Johnny Marr ideó sabiendo que le servirían para jugar con las especulaciones de la prensa musical, y así comprobar con sorna si esta atribuía la autoría a los Rolling Stones que versionaban el Hitch-Hike de Marvin Gaye en 1965 o a The Velvet Underground cuando retomaron aquel canon en There She Goes Again, en 1967.
Sea como fuere, There Is A Light That Never Goes Out, con su glorificación de un amor tan desesperado que contempla la perspectiva de una colisión mortal de tráfico como salvoconducto al edén, con sus perennes arreglos de cuerda (creados por Marr con un Emulator: nada de dispendios) y con la encendida -y más mesurada que nunca- interpretación vocal de un Morrissey ya en estado de gracia, es sin duda la diana definitiva de The Smiths. Cuatro minutos que encapsulan el ethos de una banda irrepetible en su momento de plenitud, justo en el momento en el que el pop con marchamo independiente -cuyos contornos tanto habían contribuido a delimitar- andaba más cerca que nunca de hallar unos rasgos comunes, aunque aún algo embrionarios, en aquella casette que el New Musical Express distribuyó con el nombre de C-86. El bajista del cuarteto de Manchester, Andy Rourke, definió una vez la canción como el Candle in The Wind indie: quizá sería mejor correr un tupido velo.
El paso de estos treinta años no ha hecho más que agrandar su leyenda sin oxidar ni un ápice de sus propiedades. Buena prueba de ello es la infinidad de aproximaciones que se han hecho, casi siempre en versiones con resultados -inevitablemente- menores. Destaca por méritos propios la que Neil Hannon despachó al frente de The Divine Comedy en 1996, solemnizando en clave de un pop de cámara desprovisto de jovialidad su décimo aniversario. Dum Dum Girls, Noel Gallagher, The Lucksmiths o Xoel López al frente de Deluxe la abordaron con respetuosa reverencia. Hasta el californiano Vitamin String Quartet le dio el tratamiento de cuerdas reales que en su momento se le negó. E incluso la procaz Miley Cyrus se ha dedicado a exhumarla sobre los escenarios en formato acústico, sin rebozarla en cacharrería sintética ni añadirle pirotecnia, seguramente porque es mejor no agrandar el estropicio más de lo necesario. A Mikel Erentxun, de hecho, también le llovieron guantazos desde los cuatro puntos cardinales, aunque su relectura de 1992 era ciertamente digna y al menos tenía el detalle de adaptarla con solvencia al castellano. Son los peajes, en cualquier caso, de tratar de reescribir sobre las palabras mayores.
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