La plenitud de Manzanares
El maestro se "abandona" en una faena que reconcilia la tauromaquia con su esencia

Se abandonó Manzanares ayer en Las Ventas. Se hizo incorpóreo. Y toreó como nunca, contrariando a los aficionados que le habíamos diagnosticado una crisis irreparable. Nos disuadió meciendo con la izquierda al ejemplar de Victoriano del Río. Se desmayaba Manzanares. Se reunía con el toro, aboliendo las distancias y terrenos. Creaban ambos, muletazo a muletazo, la asombrosa coreografía de la pasión.
Y desquició la faena los tendidos. No tanto al inicio del trasteo como al verificarse el milagro de un pase de pecho que aún no ha terminado. Y que descubrió a Manzanares los prodigios del pitón izquierdo. Sobrevino entonces una serie púrpura y oro que emociona hasta cuando se evoca. Por el temple. Por la hondura. Por la estética. Un Manzanares de empaque y de pureza, afirmado en la sobriedad. Y alzado a hombros como expresión plebiscitaria de la catarsis: la suya, la nuestra.
Manzanares no se ha reencontrado. Se ha superado. Ha hallado en la hostilidad enfermiza de Las Ventas el estímulo para evolucionar a una tauromaquia esencial. La verónica hacia adelante en los lances de recibo. El natural en la quintaesencia del ritmo, concebido, iluminado, como si el remedio a la fiereza del toro consistiera en acariciarlo. Y como si se estuviera vaciando el torero, dejándose ir en cada trance.
Necesitaba Manzanares esta evolución, la necesitaba la feria de San Isidro, expuesta como ha estado a los arrimones, los espectáculos "gore", la competencia por entrar y salir de la enfermería, la asfixia de las distancias, el obsesivo malentendido del valor por el valor, incluso la arbitrariedad con que se abre y se cierra la puerta grande.
Manzanares le devolvió su tamaño y su dificultad, disipó los resabios con que el tendido 7 y los grupúsculos fundamentalistas han recelado de las figuras y hasta de los novilleros, degradando la feria a un carrusel de histeria y excentricidades.
Manzanares devolvió a Las Ventas la unanimidad, el criterio y el canon. Se nos apareció con las leyes y los mandamientos de la tauromaquia. Se nos habían olvidado de tanto haber subordinado el arte al sufrimiento, el "ay" al "ole", la angustia a la pasión.
Abandonarse. Eso hizo José María Manzanares, dejarse ir. No para perderse, sino para encontrase. Y para encontrarnos todos en la ceremonia de la comunión. El toro, el torero y el público, reunidos como si fuera imposible separarnos hasta que el maestro recurrió a la espada para cortar el cordón umbilical.
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