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La poderosa clase media del Primavera Sound

Una selección por esas bandas sobresalientes pero lejos de los focos

Ben Watt en un concierto en Leeds (Inglaterra), el pasado 26 de mayo.
Ben Watt en un concierto en Leeds (Inglaterra), el pasado 26 de mayo. Andrew Benge (Redferns)
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Radiohead, PJ Harvey y Brian Wilson, en el Primavera Sound 2016

Seguir la programación del Primavera Sound puede convertirse una pesadilla de dimensiones colosales para quien se vea atenazado por el síndrome FOMO (Fear Of Missing Out), esa dolencia contemporánea que penaliza a quienes tienen miedo a perderse algo más o menos relevante. Mientras alguien no invente el teletransporte, o seamos aún incapaces de desdoblarnos cual versión moderna de Zelig, los solapamientos horarios que depara la infartante oferta del festival barcelonés seguirán siendo especialmente dolorosos. En todo caso, hay tantas hojas de ruta a lo largo del recinto del Fórum (y de sus escenarios paralelos en otros enclaves de la ciudad) como para satisfacer el apetito de cualquiera. Y más allá de los grandes cabezas de cartel de este año (Brian Wilson, Radiohead o PJ Harvey), hay -como siempre- decenas de propuestas que en cualquier momento pueden revestir carácter imprescindible.

Desde aquí hemos trazado diez, pero podrían ser otros diez. O veinte. Hemos tratado de priorizar aquellos músicos que son generalmente más caros de ver por nuestros escenarios. Así que les rogamos encarecidamente que no se nos enfaden si ven que Tortoise, Suede, Richard Hawley, Robert Forster, Tame Impala, Vince Staples, Kamashi Washington, Beach House o Dinosaur Jr (todos en plenas facultades escénicas), por mencionar unos cuantos, se quedan fuera de este listado, al margen de los principales integrantes de un apartado electrónico que tiene capítulo aparte en estas páginas. O que los indescriptibles The Avalanches, cuyos argumentos sobre el escenario renunciamos a prologar -porque cualquier descripción se queda corta si consiguen siquiera acercarse a lo mostrado en 2001, la última vez que estuvieron en nuestro país- tampoco figuran: su delirante y contagioso show merecería por sí solo otro artículo.

Sigur Ros. Hace tiempo que el público español no tiene la oportunidad de degustar en vivo las grandilocuentes letanías de Jónsi Birgisson y los suyos. Y su directo es de los que no suelen tomar prisioneros: lo amas o lo desprecias, porque su forma de bascular entre el ambient, el shoegaze el post rock e incluso ciertos efluvios new age sin delatar de forma flagrante ninguno de sus influjos, apelando a un credo que solo les pertenece a ellos mismos, puede ser otra sublime demostración de talento para unos o un artificioso derroche más de pretenciosidad para otros. Quizá la clave resida en cuál de los dos factores acaba teniendo más peso en el directo los islandeses: el de lo etéreo o el de lo concreto. Porque entre ambas modulaciones se ha movido su carrera a lo largo de siete álbumes en casi veinte años. Aunque seguramente el hecho de que la balanza se incline más hacia un lado o hacia el otro no vaya a modificar posiciones tan encontradas.

Deerhunter. Son viejos conocidos de este festival, pero su trayecto esboza tantos meandros en su forma de embocar el indie rock contemporáneo que lo mejor es no perdérselos, porque con cada nuevo trabajo son capes de pillar con el pie cambiado a más uno. Así es el universo de Bradford Cox y los suyos: caleidoscópico, imprevisible y siempre evocador. El estupendo Fading Frontier (4AD/Poptstock!, 2015), uno de los mejores discos de su carrera, se alejaba de la rugosidad de su predecesor con desvíos a carreteras secundarias infectadas de space rock, psicodelia sintetizada y eclosiones de pop diáfano, muy a tono con las colaboraciones que lucía en sus créditos (músicos de Stereolab y Broadcast). Otra cita indispensable.

Drive Like Jehu. La banda de San Diego es toda una institución en la escena post hardcore norteamericana, y los más de veinte años transcurridos desde su último trabajo no han hecho más que acrecentar su influencia sobre decenas de bandas que han decidido empuñar los instrumentos por todo el mundo desde presupuestos similares. Llegaron antes de que el stoner, el math rock o el emocore copasen portadas de la prensa del ramo, evidenciando que en la historia del rock -como en todas- , unos cardan la lana para que otros ventilen más tarde la fama. Y aunque es cierto que su repertorio no alberga cimas tan indiscutibles (o perdurables en la memoria) como las que atisbaron sus descendientes sonoros, la sombra de su influjo es innegable.

Wild Nothing. Habrá que estar muy atentos a lo que haga Jack Tatum sobre el escenario, porque lo que se perfilaba como una carrera resultona y efectista, repleta de ortodoxos guiños a la tradición indie de los 80 y el shoegaze, ha evolucionado hasta dar con la explosión de cromatismos de Life Of Pause (Captured Tracks), un paso de gigante respecto a lo que prometía. O cómo seguir rebuscando en el arcón inagotable de los sonidos sintetizados de hace tres décadas hasta dar con un discurso seductor y muy bien tramado. Parece la cuadratura del círculo, pero a veces se consigue.

The Chills. Son la delicatessen más esperada de esta edición. Porque sin ellos no se entendería el indie de los 80, cuyos contornos ayudaron a delinear como uno de los emblemas del sonido de Dunedin, esa pequeña ciudad neozelandesa que fue cuna del llamado pop kiwi (otra espantosa etiqueta). El sello Flying Nun y bandas correligionarias como The Clean o The Bats se encargaron de difundirlo. Pero lo mejor es que Martin Phillips y los suyos volvieron el año pasado con un extraordinario disco, a la altura de cualquiera de sus mejores obras, Silver Bullets (Fire, 2015).

Daughter. El emocionante intimismo que emana de los surcos de cualquiera de los dos discos de este trío de Londres merece disponer de una traducción al escenario que esté a su altura. Sus composiciones son premiosas y serpenteantes, vigorizadas por inyecciones de electricidad larvada que progresivamente van calando en el oyente. Hay quien dice que son como poner a Cat Power a cantar con Beach House. Y aunque la combinación esbozada no es nada desacertada, el singular magnetismo que irradian sus canciones no necesita buscar paralelismos con nadie.

Ben Watt. Aunque solo fuera por la primorosa discografía que pulió durante casi dos décadas junto a su pareja Tracey Thorn en Everything But The Girl, Ben Watt ya debería tener hueco en el altar de la mejor música pop de los últimos treinta años. No obstante, la recuperación de su carrera en solitario -que se inició en 1983 con las delicias acústicas de North Marine Drive, para quedarse varada hasta hace tres años- se ha saldado con una vuelta a sus querencias de juventud. Lejos ya de la cultura de baile que alentó en los últimos discos de EBTG o desde su gerencia del club londinense Lazy Dog, el británico ha vuelto a congraciarse con el folk jazz y el soft rock de los años 70 en sus dos últimos retoños discográficos, resueltos con la ayuda de Bernard Butler (ex Suede) desde un prisma contemporáneo.

Algiers. Fueron una de las revelaciones discográficas del año pasado, así que Algiers llegan en el momento justo para testar su propuesta en fase de máxima ebullición, aún al inicio de lo que promete ser una curva ascendente. La robustez de su rock con talante reivindicativo, supurando soul, gospel, blues y punk, augura uno de los impactos mediáticos del festival. Uno de aquellos conciertos de los que podría hablarse, dentro de unos años, como cita iniciática para gran parte del público hispano.

Julia Holter. El nombre de esta angelina venía sonando con fuerza en las últimas temporadas, dentro de esa órbita neoclasicista en la que referentes como Kate Bush, Laura Nyro, Linda Perhacs o Laurie Anderson se citan con voces contemporáneas como Jesca Hoop, Joanna Newsom, Marissa Nadler o Jolie Holand. Pero fue Have You In My Wilderness (Domino/PIAS, 2015) el álbum que la ha catapultado definitivamente al ámbito de las realidades incontrovertibles. Habrá que ver cómo preservan sus canciones su capacidad de seducción sobre el escenario.

Mbongwana Star. Un contagioso cruce entre tradición africana y música electrónica es lo que plantea esta comuna congoleña, artífices del arrollador From Kinshasa (World Circuit, 2015). Likembés, beats y rítmicas tribales conviviendo con total naturalidad en un cóctel explosivo, que toma aire en el pasado para proyectarse rabiosamente al futuro. Una batidora sonora con vocación global, que en directo puede tener efectos demoledores.

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