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Festival de Cannes
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Loach y el buen cine social

El director podría cerrar brillantemente su carrera con 'Yo, Daniel Blake', una película dura

Carlos Boyero

A sus 80 años Ken Loach puede estar convencido de que su cine siempre ha sido fiel a su eterna vocación, o su conciencia, o su certidumbre de que debe retratar la historia de los más débiles, de los eternos perdedores, de gente que está en el límite de la supervivencia. Ha hecho cine social desde el principio, desde que en los años sesenta empezara a reproducir la realidad y sus desgracias, los abusos del poder, la descripción de personas acorraladas que intentan buscar refugio ante la tempestad. Siempre ha pensado que el cine es un arma cargada de futuro, que debe reflejar el estado de las cosas a través de los problemas de gente cotidiana y que para ser veraz y transmitir su visión del mundo debe hacerlo con un lenguaje contundente y claro, prefiriendo la complejidad y los matices al panfleto puro y duro.

Y esas intenciones se han cumplido bastantes veces haciendo películas tan creíbles como militantes, inteligentes y sensibles, describiendo mundos que le resultan cercanos. En otras ocasiones se ha equivocado resultando previsible. Y también ha perpetrado algunos fiascos absolutos cuando su temática social la ha trasladado a países que no son el suyo. El mejor Loach siempre ha sido el que sitúa sus dramáticos o agridulces relatos en Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda.

Este director podría cerrar brillante y coherentemente su humanista carrera con Yo, Daniel Blake, una película dura, verosímil y trágica, narrada con estilo aparentemente sencillo y con resultado impactante. En ella arremete contra la burocracia y la injusticia de las organizaciones estatales, una burocracia y ausencia de compasión que se ceba hasta extremos surrealistas con los más necesitados, con una clase que pasó de ser media a ínfima. Narra dos historias paralelas que acabarán juntándose. Una es la de un carpintero sesentón que ha sufrido un infarto muy grave, incapacitado para seguir trabajando, según los médicos, pero al que el kafkiano Estado le exige que encuentre un curro si pretende cobrar por su incapacidad y por su jubilación. El calvario de este buen hombre acudiendo a innumerables citas inútiles, sus llamadas telefónicas a las instituciones, en las que una máquina te hace esperar un tiempo insufrible y después no te contesta, la exigencia de que sus quejas y reclamaciones solo puede formularlas a través de Internet, siendo una persona mayor que sigue identificando al ratón con un animal roedor, la desesperanza que le va embargando, está contada de forma transparente. Te contagia sus sentimientos y al igual que él sientes ganas de gritar. Pero puede existir solidaridad entre los parias. Y a esta persona angustiada aún le quedan fuerza y ganas para ayudar a una madre soltera y con dos niños, que tampoco encuentra trabajo y debe recurrir al banco de alimentos y a una vivienda miserable que le proporciona el comprensivo Gobierno.

Loach no ofrece respiro ni a los desgraciados protagonistas ni al aterrado espectador. Todo lo que nos muestra desprende verdad, rabia, indignación, negación de eso tan prestigioso como inexistente llamada justicia social. Y lo hace sin recurrir al maniqueísmo, ateniéndose a la realidad. Y cuando la película termina y sales a La Croisette, símbolo del lujo absoluto, las tiendas de ropa y joyas más exquisitas, los coches de alta gama y los hoteles fastuosos, sientes un poco de vergüenza al pagar 10 euros por una botellita de agua sentado en una terraza. Y te alegras de tu suerte, pero entiendes que la pobre y desesperada gente de la que habla Loach maldiga a un sistema social que excluye la ayuda y la piedad hacia las eternas víctimas de esas crisis que siempre crean los canallas legitimados.

El director francés Bruno Dumont, autor de un cine tan hermético como deplorable, con pretensiones trágicas y naturalistas y resultadas irritantes o dormitivos, ahora le ha dado por la farsa en su película Ma Loute. Y es posible que te haga reír en algún momento del arranque, situado en el Calais de principios del siglo XX y protagonizado por una caricaturesca fauna de veraneantes de la gran burguesía y adinerados nativos, su enfrentamiento con los pescadores de la zona, que además son antropófagos, promete situaciones graciosas y delirantes pero esa diversión se diluye rápido. De acuerdo en que supone un desmadre esperpéntico en el agotador cine de Dumont, pero un desmadre tan tonto como cuando va de solemne y trascendente.

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