El vodevil de Tennessee Williams
Un fulgor risueño y una pulsión desbordante atraviesan esta comedia, protagonizada por Aitana Sánchez-Gijón
La mistificación, desbordada por la realidad. Serafina delle Rose, vive del amor que le profesó Rosario, su marido: nadie podría igualarle, cree ella, en devoción, ardor y fidelidad. Está en su ánimo que Rosa, su hija, no conozca hombre hasta que aparezca uno a la altura de su padre. Ambas podrían ser la réplica siciliana de Amanda y Laura, protagonistas de El zoo de cristal, si no fuera porque en 1950, cuando escribió La rosa tatuada, Tennessee Williams vivía un amor correspondido, que le presta a esta comedia un fulgor risueño y una pulsión desbordante: diríase que es un nuevo intento, esta vez por alegrías, de hacerle justicia poética a su hermana Rose, lobotomizada con el beneplácito materno y condenada a permanecer de por vida en un psiquiátrico. De ahí que su nombre rebrote en los de la familia protagonista.
Serafina y Rosa, tienen el sello pasional de otros grandes personajes femeninos de Williams: cuando se quita el freno autoimpuesto, la madre anticipa la figura volcánica de Maxine, protagonista de La noche de la iguana. Carme Portaceli se mete sin complejos en harina humorística, apoyándose sobre todo en la penetrante vis cómica de Paloma Tabasco y de Ana Vélez. Con altibajos, la función desemboca en un tercer acto en el que todo va acomodándose y en el que llega a resultar conmovedor el cuerpo a cuerpo de las dos parejas formadas por una Aitana Sánchez-Gijón al filo de lo telúrico y Roberto Enríquez, que da ahora con el tono y el color de su personaje; e Ignacio Jiménez, creador de un Jackie Hunter nobilísimo en su juvenil empuje, y una Alba Flores convencida y entregada. El final, es puro Eduardo de Filippo.
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