Bajo el volcán
Simon Keenlyside bucea en la música de los compositores judíos que huyeron de los pogromos y el nazismo


Remeda estos días el Teatro Real el título de una exposición que concluyó el pasado mes de enero en el Ephraim-Palais de Berlín, Bailando sobre el volcán, que a su vez retomaba una película de Hans Steinhoff de 1938, Der Tanz auf dem Vulkan, y que hace referencia a la vida en la capital alemana durante los años convulsos y electrizantes de la República de Weimar. Esto enlaza a su vez directamente con el precipicio al que se asomaba el país al final del Parsifal imaginado por Claus Guth, cuyas representaciones concluyeron ayer, y con la inocente pero terrible Brundibár que acaba de verse también en el Teatro Real. Y el ovillo seguirá devanándose con recitales vocales, con Der Kaiser von Atlantis y, sobre todo, con el estreno escénico en Madrid de Moses und Aron de Arnold Schönberg, todo un acontecimiento que va a llegar, por tanto, contextualizado y arropado, antes y después, por un gran despliegue escénico y musical.
Canciones de Irving Berlin, Kurt Weill y George Gershwin, entre otros. Simon Keenlyside y quinteto instrumental. Teatro Real, 29 de abril.
Quiere el azar que el primero de estos recitales lo haya protagonizado Simon Keenlyside, que en su última visita a Madrid compuso un desquiciado Wozzeck en la ópera homónima de Alban Berg, estrenada justamente en Berlín en 1925. Ahora ha buceado tanto en la música de los compositores judíos que huyeron de los pogromos europeos y el nazismo alemán (el camino del propio Schönberg) como en el gran cancionero estadounidense que ellos mismos contribuyeron a cimentar.
El recital empezó desdibujado, con rigidez e inseguridad evidentes sobre el escenario, y hasta el largo soliloquio de Carousel, donde por fin se movió libremente, semiactuó y se olvidó del micrófono, Keenlyside no empezó a dar la medida de su talla. Los arreglos ortodoxos y cerrados de Matthew Regan tampoco dejaban mucho espacio para alzar el vuelo. En la segunda parte, todos salieron mucho más confiados y relajados, oímos por fin la primera improvisación en Stardust (un magnífico solo de Gordon Campbell, el mejor del quinteto, que pareció tocar ocho trombones diferentes con otras tantas sordinas que depositó a sus pies), premiada con los primeros aplausos espontáneos, y Keenlyside fue ganando enteros. El operista asomó en exceso en las canciones de Loewe (On the street where you live) y Porter (So in love), pero de este último bordó, en cambio, What is this thing called love?, cantada de manera intimista y reflexiva. Su voz sonó fresca y ligera en She didn’t say yes, de Jerome Kern, pero tanto en esta como en casi cualquiera de las anteriores revoloteaba el recuerdo de grandes crooners como Fred Astaire o, con un color vocal más afín al del barítono inglés, Billy Eckstine.
Keenlyside presentó las canciones muy británicamente y en la primera propina (la segunda fue Love is the sweetest thing de Ray Noble), la Balada de Mackie Messer de Kurt Weill, regresó a Berlín para volver a bailar sobre el volcán. El público salió feliz y –casi– bailando.
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