Cuando Antonio Vega voló en solitario
Una reedición de lujo recupera, 25 años después, 'No me iré mañana', el primer disco del músico madrileño tras dejar Nacha Pop
Aquel Madrid de 1990, con Antonio Vega caminando solo a los locales de ensayo de la avenida del General Perón iba a ser otro bien distinto al de los ochenta. Aquel Madrid, acostumbrado a ver ganar la Liga a la Quinta del Buitre y a que la movida protagonizase la fiesta nocturna, se aventuraba sin saberlo al cambio. Entre rupturas, excesos y carreras en declive, era el comienzo del fin de la celebrada edad dorada del pop español, cuando Antonio Vega, dejando atrás Nacha Pop, se juntaba en los primeros días de diciembre de aquel año con el productor Carlos Narea para grabar su primer disco en solitario. "Tenía canciones sonando en su cabeza", cuenta Narea. Esas canciones, en aquel Madrid que decía adiós a los ochenta, dieron forma hace 25 años a No me iré mañana, el álbum publicado en 1991.
Narea habla apoyado en la barra del bar El Penta, acompañado del guitarrista Manolo Rodríguez y el fotógrafo Alejandro Cabrera. Los tres, en sus respectivos papeles, fueron piezas claves en la concepción de No me iré mañana. Como no podía ser de otra forma, el primer disco en solitario de Antonio Vega se presentó en El Penta. Y ahora, un cuarto de siglo después, los tres vuelven a reunirse para rememorar aquellos días en los que Nacha Pop había rubricado su separación con dos actuaciones de despedida en la madrileña sala Jácara, y había expectación por conocer que tendría entre manos el que había sido el principal compositor del grupo con canciones como Chica de ayer, Lucha de gigantes o Una décima de segundo. "Fue un disco emocionalmente muy intenso", afirma el productor.
Desde la primera canción, Háblame a los ojos, con esa frase que se repite "no le tengo miedo al tiempo que se va", No me iré mañana mostraba a un Antonio Vega muy directo sentimentalmente y casi se podría afirmar que optimista. "Era un disco muy él", dice Rodríguez, entonces guitarrista de acompañamiento de Luz Casal y Viceversa, el grupo de Joaquín Sabina, que conoció al fallecido cantante en el verano de 1990, después de que se acercase a él en el barrio de los Austrias. Vega se encontraba en el interior de un Mercedes blanco descapotable hablando con Paco Martín, capo de Pasión, el sello que terminaría publicando No me iré mañana, cuando Rodríguez le saludó. Congeniaron tan bien que siguieron viéndose y Vega le llamó para formar parte de su banda en su nueva aventura.
No me iré mañana se edita ahora en una edición especial 25 aniversario. Contiene el disco original, ensayos en la buhardilla de Carlos Narea en la plaza de la Paja, algunas primeras tomas en el estudio y el concierto que retransmitió el programa Disco Grande, de Radio 3, en octubre de 1991. "Antonio era muy fluido en el estudio. Tenía un ego muy controlado y se podía conversar con él", recuerda Narea, quien ya había trabajado con Nacha Pop. "Me ha pasado mucho que encuentras gente que no quiere ceder en su concepción de su música o aceptar que hay ideas mejores que las suyas. Con Antonio no pasaba. Era cercano y dialogaba". "No tenía ningún divismo", apunta Cabrera, que le retrató con una imagen de un contundente blanco y negro, mirando relajado y con confianza a la cámara.
Vega tenía entonces 32 años. Su estatus de compositor estaba en lo más alto tras su paso por Nacha Pop. No me iré mañana no obtuvo un impacto tan sonado como el fin de uno de los grupos emblemáticos de la movida en la memoria colectiva; tan eclipsada por Chica de ayer, suele pasar de puntillas por él, como por todas sus obras en solitario. Pero este primer disco firmado por Antonio Vega contiene algunas de sus mejores canciones, como Tesoros, Se dejaba llevar por ti o Guitarras, que eran su mayor obsesión, más allá de que terminase comprándole a Cabrera la Gibson 335 que adquirió en Nueva York. "En el local de General Perón estaba todo el día probando pedales. Era una constante. Siempre estaba dándole un poquito más o un poquito menos", recuerda Narea sobre cómo buscaba hallar el sonido exacto de su cabeza.
Esa búsqueda, esa "sensación de encontrar el sitio en el que estás cómodo", señala Rodríguez, era su rasgo más característico cuando ensayaba. A la postre, esa sensación se terminaba plasmando en canciones de una gran economía de medios, con pasajes instrumentales que "tenían su alma", en palabras de Rodríguez, que llegó al estudio con influencias de Black Moore, Jeff Beck y Pat Matheny y se encontró un guitarrista con un lenguaje propio muy desarrollado, partiendo de sus insólitas influencias como Larry Cartlon. "No era un guitarrista virguero, de esos que tocan muchas notas. Era efectivo", apunta Rodríguez, que destaca el tempo de Esperando nada, otra de sus mejores composiciones. "No era tanto la cantidad de notas, sino la belleza de las elegidas. Era todo talento", añade el productor, que recuerda cómo por los ensayos aparecían su primo Nacho, su pareja Teresa, e incluso un día se presentó Andrés Calamaro, al que conoció.
Siempre componía antes la música que las letras. "Por eso, no era difícil verle canturrear un guachi guachi porque tenía la música pero no la letra", explica Narea. "Nos pasó también con Nacha Pop. Teníamos el disco casi listo pero faltaban algunas letras y le metíamos prisa". Pero los discos terminaban saliendo, incluso cuando ya en No me iré mañana empezaba a hacer algunas de sus conocidas espantás, motivadas por el consumo de las drogas, y que fueron a peor, mermando considerablemente su capacidad de creación. "A veces desaparecía. Era una constante en su vida, pero nunca temimos por no grabar el disco. Se iba dos días y ya está. Luego se ponía al día y cumplía", dice el productor. "A decir verdad, el que se ponía más nervioso era Paco Martín, que era el que iba a publicarlo", añade.
No me iré mañana abrió la puerta a una nueva aventura: la carrera en solitario de Antonio Vega, uno de los mejores compositores del pop español, también uno de los más queridos y recordados, tanto por sus canciones como por sus andanzas vitales bajo el trágico hilo de las drogas. Aquel Antonio, “el que al final tiraba para adelante y todos de alguna manera con él”, como señala Narea, simbolizó mejor que nadie que los ochenta ya nunca más volverían.
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