Hola, estoy sola
Hubo un tiempo en el que una conversación telefónica era un acto íntimo, privado, casi secreto. Hoy esas mismas llamadas se han convertido en una plaga que nos azota con saña en vagones de metro o de tren, en autobuses, salas de espera, aviones a punto de despegar o recién aterrizados, bares, cines, teatros, auditorios: vivir se ha convertido en una permanente escucha involuntaria, e indeseada, de infinitas conversaciones telefónicas. Los días transcurren oyendo secretos y mentiras ajenos que, como modernos Bartlebies, preferiríamos no haber escuchado.
Escrita en 1927 y estrenada en la Comédie-Française en 1930, Jean Cocteau concibió La voix humaine como una suerte de diálogo monologado: solo vemos y oímos a la mujer, pero sus silencios y sus reacciones han de caracterizar también al hombre mudo e invisible que habla con ella al otro lado del teléfono. Tras la renuncia de Hans Werner Henze, Francis Poulenc convirtió la pieza teatral en 1958 en una “tragédie lyrique en un acte”, estrenada el año siguiente en la Opéra Comique por Denise Duval, su última musa y compañera de recital tras la retirada de Pierre Bernac: ella acababa de ser, por ejemplo, la Blanche de su ópera Dialogues des Carmélites.
Una mujer sin nombre (Elle la llamaba simplemente Poulenc) ríe, grita, llora, susurra, enloquece, se angustia, se enfurece, haciéndonos también partícipes de sus secretos y sus mentiras. Ha intentado quitarse la vida (y la música que acompaña el relato de las doce pastillas que ingirió es un vals lento y triste en Do menor) y nos recuerda inevitablemente a otras mujeres trastornadas: la Isolda del tercer acto de la ópera de Wagner, la Salomé de Strauss y, sobre todo, la amante –también innominada– de Erwartung de Schönberg, otro largo monólogo que Adorno describió como “el registro sismográfico de un shock traumático”, una definición de la que cuesta disentir. Allí el hombre está muerto, aquí está vivo, aunque Elle lo percibe ya como una sombra lejana.
Anna Caterina Antonacci interpretó hace dos años, en este mismo escenario, ella sola, el Combattimento di Tancredi e Clorinda de Monteverdi y, si bien se mira, La voix humaine es una moderna reencarnación de aquel “recitar cantando” de los primeros operistas. Su tendencia, ahora igual que entonces, es a primar el segundo verbo sobre el primero, aunque sus mejores frases fueron las musitadas con un hilo de voz. Es una gran actriz y, con un físico perfecto para el papel, tuvo al público pendiente de cada uno de sus gestos. Antes cantó La Dame de Monte-Carlo, un breve monólogo de otra mujer desengañada y suicida. En total fueron sólo cincuenta minutos de concierto, pero de altísimo voltaje.
Lo más emocionante es que bajo la Elle anónima de La voix humaine se esconde un dolorido autorretrato del propio Poulenc, siempre atrapado entre el fuego de su catolicismo y las llamas de su homosexualidad. Recordando a Flaubert y su Madame Bovary, el compositor francés llegó incluso a admitir, con otras palabras, que “Elle c’est moi”. Era él quien, recluido también en su privacidad, se sentía irremediablemente solo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.