Un maestro especial
La traductora de Umberto Eco al español y alumna del profesor recuerda la generosidad y la ironía del escritor fallecido
Umberto Eco ha sido mi profesor, mi querido maestro. Sé que el mundo va a echar de menos, y mucho, su lucidez intelectual, la erudición divertida y fantástica de sus novelas, su extraordinario vigor teorético. Sin embargo, quienes hemos sido sus discípulos lo que ya echamos de menos es a él. Porque Umberto Eco sabía establecer una relación especial con sus alumnos. Su confrontación dialéctica, a veces muy animada, siempre estaba teñida por el respeto profundo que nos profesaba y que le permitía tratarnos con esa ironía tan especial que dedicaba a los que él elegía como interlocutores, aunque su genialidad a menudo nos hiciera enmudecer.
Umberto Eco era un verdadero maestro porque igual que sabía penetrar con su sabia mirada curiosa los libros, la cultura, las teorías, las ideologías, también sabía leer a los alumnos y extraer lo mejor de ellos mismos. En mi caso, por ejemplo, me pidió, por favor, a mí, estudiante de segundo de carrera, que interviniera en el seminario de los doctorandos (su personal Escuela de Doctorado ante litteram) y presentara un análisis del Timeo de Platón. Yo estaba aterrorizada, por supuesto, pero él estuvo ahí, escuchando, preguntando y protegiéndome de ciertas preguntas. Yo no fui una excepción: todos los que seguían el seminario para doctorandos habían pasado o pasarían después por ese mismo trance. El saber adquiría sentido si se compartía, críticamente. La filosofía era abrirse al mundo, estupidez incluida, eso sí con rigor y humor. Crecían las ideas y crecíamos todos nosotros.
Un día me propuso que le cotejara una traducción, lo hablamos y acto seguido me puso en contacto con Esther Tusquets, su editora en español desde la primera hora. No solo me regaló la posibilidad de conocer a aquella mujer extraordinaria: como buen maestro supo descubrir en mí una pasión traductora que yo había subestimado.
Era también maestro de vida, coherente, leal consigo mismo y con los demás. Esther Tusquets publicó sus primeros ensayos por puro amor a la cultura y creyó firmemente en El nombre de la rosa: Umberto, tras el éxito planetario de la novela, nunca quiso cambiar de editor. Esa misma lealtad la guardaba con sus traductores, mostrándose siempre disponible para hablar, aclarar, sugerir y apoyar. Lo que más le divertía era verse reflejado en otras lecturas, en otras interpretaciones de sus textos; lecturas e interpretaciones que, además, confirmaban la bondad de su teoría del texto o le planteaban nuevos interrogantes y abrían sendas. Se entusiasmaba pensando en las posibilidades que sus libros adquirían al re-enunciarse en otras lenguas, secundaba las soluciones arriesgadas porque, si hubiera escrito en esa lengua, le habría gustado que se le hubieran ocurrido a él. Las bellísimas palabras con las que concluye su Decir casi lo mismo reflejan esa actitud: “La fidelidad es, más bien, la tendencia a creer que la traducción siempre es posible si el texto fuente ha sido interpretado con apasionada complicidad”.
Apasionada complicidad era la que compartía con sus amigos, con sus alumnos, con sus lectores, incluso cuando tomaba partido públicamente por algo, sin cálculos personales. Y con esa tremenda vitalidad que a todos nos ha engañado, pues no barajábamos en nuestro horizonte la posibilidad de que pudiera irse y nos dejara semejante vacío. Porque poseía un límpido don, que se manifestaba en una sonrisa tímida: te hacía sentir que lo que decías, escribías, traducías eran regalos que tú le hacías a él y que te estaba agradecido.
Gracias, profesor, por haberme concedido el privilegio de tu inteligencia y de tu amistad. Por haber querido ser mi Maestro.
Helena Lozano Miralles, traductora de Umberto Eco al español y alumna del profesor, enseña en la Universidad de Trieste.
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