Se nos rompieron (de tanto usarlas)
En uno de sus arrebatos de gloriosa incoherencia, se preguntaba Andrés Calamaro: “¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? / ¿Por qué cantamos canciones de amor/ si suenan mal y nunca tienen razón?”. El tema se llama No se puede vivir del amor y, vaya, la propia carrera de Calamaro certifica exactamente lo contrario del título.
Pero sí, las canciones de amor tienen una fama ambigua. De hecho, son tan omnipresentes que pueden pasar inadvertidas. Se trata de un terreno tan virgen que hasta la llegada de Canciones de amor. La historia jamás contada (Turner Noema) no descubrimos que pocos se han tomado el trabajo de investigar la naturaleza de la bestia.
El autor, Ted Gioia, es un pianista conocido entre nosotros por sus libros sobre el jazz y el blues. Canciones de amor pertenece a su trilogía de la música funcional, que incluye tomos sobre las canciones de trabajo y las canciones sanadoras. Añade que, cuando explicaba que andaba estudiando las canciones de amor, recibía sonrisas desdeñosas.
Gioia se atrevió a zambullirse en los tiempos oscuros. Gracias a las labores de arqueólogos, filólogos, sociólogos y antropólogos, decide que las culturas antiguas tuvieron canciones de amor, como parte de los ritos de fertilidad o como expresión personal. Pero Gioia aporta más dudas que certezas: Safo ¿cantaba sus poemas o simplemente recitaba con el colchón musical de una lira? En términos actuales: ¿era una cantautora o más una rapera?
Las canciones de amor son tan omnipresentes que tienden a pasar inadvertidas
Según aumentan los testimonios escritos, Gioia puede especular con más fundamento. Atribuye los avances en las canciones de amor a los marginados, los débiles, los desfavorecidos. Serían creaciones de mujeres, esclavos, prostitutas, gitanos, músicos ambulantes, homosexuales. Habrían arraigado en el harén, la taberna, el burdel, la plantación, el gueto de cualquier tipo. Y llevarían de contrabando mensajes de liberación, contrarios a lo establecido, impugnadores del patriarcado.
Según Gioia, la historia de la canción de amor es igualmente la historia de su represión. Las religiones monoteístas han tronado en contra de ellas, exigiendo su depuración: así, el erótico Cantar de los cantares fue interpretado en clave mística, como alegoría de la relación entre Dios y los humanos.
Afanes inútiles. Las canciones de amor han resultado demasiado poderosas. Se han prestado al transformismo: hombres que codificaron los hallazgos musicales de las mujeres o que triunfaron poniendo voz a sentimientos femeninos. El género tiene sus mecanismos de renovación, especialmente efectivos para volver la canción a la tierra, cuando se ha sofisticado en exceso. Sin embargo, Ted Gioia no puede evitar cierto desaliento cuando llega al presente. Sospecha que la canción de amor ya no tiene el papel central en nuestro imaginario que consolidó en el siglo XX. Por un lado, ha sufrido el impacto de músicas como el punk o el hip hop, que tienden a evitar esa temática. Socialmente, ahora se tiende al consumo individualizado.
Aparte, está la sexualización de la música popular. Internet hace imposible cualquier intento de censura: las canciones se han transformado en vídeos donde impera el tópico del intérprete vestido de punta en blanco, rodeado de bellas semidesnudas (y luego están esas divas poderosas que desprecian cualquier noción romántica).
Tal vez la vida vaya más rápida que las canciones. Estas, presas de fórmulas antaño triunfales, no se han acomodado a las nuevas formas de convivencia y relación. Tienen sus tabúes: hablan de desamor pero nunca de divorcios. Puede que sea una carencia congénita: el pop siempre ha preferido las turbulentas noches de sábado a las dudas del domingo.
Babelia
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