El bendito pirómano del ‘rock and roll’
‘Fuego eterno’, la legendaria biografía de Jerry Lee Lewis, llega a España
Hay una anécdota especialmente ilustrativa de la clase de fuego que abrasaba a Jerry Lee Lewis y el incendio sin precedentes que causaba cuando le daba salida con unas simples teclas de piano. Era 1951 y aquel chaval de 16 años había ingresado en una escuela de la Asamblea de Dios, una secta pentecostal en Texas. Su madre y el pastor de Ferriday, en el Estado de Louisiana, le convencieron de que estaba en manos del “demonio” por ir a los clubs nocturnos, observar muchachas con blusas desabrochadas y bailar ese blues efusivo en Haney's Big House, el garito más movido del distrito negro al que acudían todo tipo de pianistas y guitarristas. El chico, que había accedido a seguir el camino de “pulcritud y pureza” de Dios, se escapaba siempre que podía porque quería seguir escuchando esa música. En un intento de integrarle, una noche los responsables de la escuela le pidieron interpretar en la capilla delante de todos sus compañeros el himno pentecostal My God is Real. Ante la mirada atenta de todos, Jerry Lee, al que ya le sobresalía un rutilante flequillo dorado, empezó a tocar y, al poco de que sus dedos se deslizaron, entró como en trance y se arrancó a aporrear las teclas con ritmo endiablado. Se puso de pie y, entre jadeos y alaridos, prendió fuego a My God is Real. Al día siguiente, fue expulsado de la congregación. Y su madre supo para siempre que su hijo estaba poseído por esa música del demonio.
Fue un día clave por todo lo que vino después. Jerry Lee Lewis se convirtió en uno de los grandes pioneros del rock and roll, ese sonido espasmódico y genuino que Elvis Presley puso en la órbita mundial, pero al que contribuyeron de forma crucial afroamericanos como Chuck Berry o Little Richard, que como Lewis, un blanco del sur profundo también conocido como The Killer (apodo que recibió en el colegio por su férreo carácter), siguen vivos, como leyendas de un tiempo mágico. Mágico porque el rock and roll pareció irrumpir de la nada y, en apenas dos años, infectó a toda una generación de jóvenes, echando abajo las defensas morales del puritanismo estadounidense y rompiendo los corsés musicales de un país que, hasta esa mitad de los años cincuenta, se refugiaba en las historias del country y bailaba swing. Pero el rock and roll era otra cosa, y personajes como el volcánico pianista de Ferriday también, tal y como narra con atractivo sentido novelesco el escritor Nick Tosches en Fuego Eterno. La historia de Jerry Lee Lewis (Contra), una biografía de 1982 y ahora traducida al castellano. Un libro que sitúa perfectamente a Lewis en su tiempo y que, sin detenerse en acumular datos, busca, como señala el musicólogo Greil Marcus en el prólogo, ser un “alegato poético” sobre un músico lleno de luchas internas pero que marcó una época.
Lewis pasó una infancia nada fácil afectada por la muerte de su hermano Elmo, que acentuó la estricta moral familiar. Su padre, que estuvo en la cárcel por contrabando, le pegaba con un cinturón. Sin embargo, como aficionado a la música, fue el primero en apoyar su pasión. Le compró un piano Starck vertical y buscó dinero para que grabara en Memphis. Allí recaló en Sun Records, epicentro del terremoto del rock and roll y casa de Elvis Presley, con el que compitió por reinar tras el rotundo éxito en 1957 de Whole Lotta Shakin’ Goin’ On.
Al escuchar la canción, rociada de contagioso boogie-woogie, la gente se pensaba que era negro mientras que, con el sonido eufórico y abrasivo de su piano, hacía que una “serpiente reptase por los finos tobillos” de las chicas, tal y como lo describe Nick Tosches, quien afirma: “Las madres olfatearon su espantosa presencia entre la ropa sucia de sus hijas y los predicadores clamaron contra él y su canción pecaminosa”. Tan sólo Presley desprendía tanta descarga sexual, aunque The Killer infundía más miedo que ningún otro de su quinta, incluyendo a los pavos reales de Bo Diddley y Gene Vicent.
En el libro se cuenta cómo, enfadado por ser obligado a tocar antes que Chuck Berry, prendió fuego a su piano y, con el bidón de gasolina en la mano, gritó: “¡Chúpate esa negro!”. Demostraba que no era persona de medias tintas. En otra gira se fue con Johnny Cash y Carl Perkins y descubrió que el primero consumía pastillas y el segundo era alcohólico. Él dobló el exceso: terminó por engancharse a las cápsulas de bencedrina bañadas en whisky.
Parecía destinado a ser la figura más grande del rock and roll originario por encima de sus problemas con las drogas y sus crisis espirituales, que le llevaron a dejar la música por intentar ser predicador. Pero su verdadera caída llegó cuando con 22 años se casó con su prima de 13 —una práctica, la de casarse siendo menor, común en regiones del sur—. A pesar de que Great Balls of Fire enloquecía a los jóvenes en 1958, hubo un boicot contra él, que terminó por hacerle mella. La fulgurante aparición de los Beatles y todos los rockeros que se habían amamantado con sus canciones y la de los demás pioneros acabó por apartarle del rock. A finales de los sesenta, se reconvirtió al country. Volvió a conseguir fama y prestigio. También volvió a encontrar cierto sosiego espiritual pese a sus problemas fiscales. En estos años le rinden homenajes. A fin de cuentas, para todos los que se han liberado con la música del demonio, es un predicador. Es el bendito pirómano del piano.
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