El eterno dolor del pasado
Guzmán sigue en ‘El botón de nácar’ con sus documentales sobre la naturaleza y la crueldad de la dictadura de Chile
En su interior cohabitan dos mundos. Patricio Guzmán (Santiago de Chile, 1941) vive con un pie en el pasado y otro en el futuro, con parte de su cuerpo y de su mente en su Chile natal y otra parte en París, donde vive desde hace décadas. “Mi tema es el pasado. A pesar de vivir fuera desde hace décadas, me siento atrapado por la historia chilena, sin querer ocultar el pasado doloroso. Aunque yo soy un optimista”, confiesa el veterano documentalista, el cineasta que vivió en primera línea el golpe de estado contra el presidente Salvador Allende y que tuvo que huir de su país durante la cruel dictadura de Augusto Pinochet.
Con los años, el dolor no se ha apagado. Pero sí ha cambiado la manera de contar esos sentimientos. Si hace un lustro Guzmán dejó boquiabiertos a los espectadores con Nostalgia de la luz, el documental en el que ahondaba en el desierto del norte de su país y en las atrocidades pinochetistas, ahora el cineasta vira hacia el Sur, hacia las aguas casi congeladas de una zona remota que se convierte en el marco de El botón de nácar, filme que se proyectó en la la Berlinale de 2015, donde ganó el premio al mejor guion.
El cineasta recuerda cómo empezó a plantearse su nuevo trabajo: “En esa zona los militares lanzaron al mar a más de 2.000 personas. Estudié mucho el agua como elemento parte del mundo. En todos los microorganismos hay casi un 80% de agua. El mismo planeta está dominado por el agua. Y todo esto que parece abstracto me fascinó. Quería escribir sobre algo relacionado con el agua, porque Chile tiene 5.000 kilómetros de costa”. Un Chile que a su entender no mejora: “Como país, está empeorando. No hay sindicatos, la mujer está maltratada, el ejército domina desde la oscuridad, la Constitución tiene elementos absurdos… Chile es absurdo. No sabe hacia dónde va. Es su constante y a la vez su muerte”. Solo confía en la juventud, que parece querer saber lo que pasó, que lucha contra los silencios. “Hay cosas positivas en el país, pero tardará en cuajar en el cambio necesario”. El cineasta para, medita el discurso, y continúa: “Y con todo esto sirvió para iniciar una una película mágica y a la vez sin sentido, que me llevó ella sola… Esa combinación me fascina”.
Guzmán rueda como habla, de forma pausada, clara, y a la vez entra y sale de los temas, encontrando nexos de conexión donde otros pensarían que no hay nada. “Tardamos tres años en hacer El botón de nácar, con un equipo chico, de cuatro personas. Efectivamente es la segunda parte de una trilogía [como su obra maestra, La batalla de Chile]. Me falta la cordillera de los Andres, una muralla donde vive mucha gente y que define a Chile como país: no se puede atravesar a pie. Vives al lado de un muro”. Aún habrá que esperar para la tercera parte. Ahora toca hablar de El botón de nácar: “Me gustan mucho las culturas del sur de Chile. No sabemos nada de las tres o cuatro culturas que existían allí porque murieron todos. Solo quedaron los mapuches, que son quienes testimonian la existencia de los otros… Y también poseemos las fotos realizadas por los colonizadores alemanes”. Poco a poco la narración va desde esos pueblos desaparecidos a los muertos por Pinochet, a todo lo que el agua cobija.
Como creador, reniega de la tan manida objetividad del formato en que ha hecho su carrera: “Lo que más me gusta del documental es su enorme subjetividad. Puedes hacer lo que tú quieras y decir lo que tú quieras si lo haces como autor. Casi todos los documentalistas de hoy lo usan”. Lo que no quiere decir que comulgue en la idea “del documentalista intruso en la historia”. “Me ponen muy nervioso. En fin, yo voy a lo mío. Y siento que lo mío es Chile, aunque sé que jamás volveré a vivir allí. Vivo en un lugar que no es el mío ni el de nadie. Paso días en España, y me siento bien. Vivo en Francia, y me siento también a gusto. Lo importante es tu cabeza. Todos somos un poco exiliados, eso es muy bueno, porque así conoces otros mundos”. El director reconoce que su casa francesa es muy chilena. “En realidad es muy chilena en el sentido que yo recuerdo mi país”. Le toca empezar la tercera parte, la de los Andes. “No puedo dejarlo. De verdad, no puedo”.
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