Bowie, hombre de negocios
A finales del siglo XX, David predijo con nitidez lo que iba a ocurrir con la industria de la música
Ayudaba tener buen olfato para las tendencias. Ayudaba contar con los colaboradores adecuados en cada momento y ser tajante a la hora de prescindir de los ayudantes anteriores. Ayudaba ser un arquetipo de belleza rara (“Beau comme un Bowie”, se tituló una canción de Serge Gainsbourg). Ayudaba fascinar tanto a hombres como a mujeres.
Con todo, no se explica la longevidad creativa de David Bowie sin computar sus habilidades para sobrevivir en la jungla de la industria musical. En los sesenta, había firmado muchos de esos contratos redactados para que el artista pudiera ser usado y tirado. También trató con mánagers de medio pelo, que convirtió en cómplices y le permitieron subir unos escalones. Hasta que rubricó su pacto fáustico con Tony Defries.
Defries cumplió sus promesas: colocó a David en órbita. A cambio, ay, de un 50 % de sus ingresos, porcentaje que le colocaba en la categoría de un Tom Parker, el “dueño” de Elvis. En 1975, cuando Bowie comprendió la enormidad de su error, rompió con su Mefistófeles. Lo pagó caro: Defries cobraría 16 % de sus ganancias brutas hasta 1982; el acuerdo le confirmaba como copropietario de los discos que había publicado su pupilo.
Aparte del tamaño de la mordida, estaba la cuestión del control sobre su arte. Todo lo que hizo Bowie en las décadas posteriores buscaba revertir ese patinazo. Esperó a 1983 para firmar con EMI e iniciar su conquista del mercado pop, con Let’s dance. Surfeó con EMI el resto de los ochenta, hasta que se desencantó con la música que facturaba e intentó reinventarse como parte de un cuarteto de rock duro, Tin Machine.
Fue en esos años cuando, sospecho, perdió el radar que le permitía adelantarse, sintetizar modas y movimientos. Pero mantuvo firme el timón del negocio. En los noventa, pasó por varias discográficas, conservando siempre la propiedad de sus masters. Sabía del potencial comercial de su catálogo de grabaciones, que relanzó en 1989 con un sello especializado, Rykodisc; repetiría la jugada más adelante, con upgrades y ediciones ampliadas.
En 1997, la gran pirueta: se convirtió en una herramienta financiera. Colocó en el mercado 55 millones de dólares de “bonos Bowie”: ofrecía intereses del 7.9 %. Sus activos eran sus canciones: las nuevas pero, sobre todo, las clásicas (que generaban derechos editoriales y las royalties de las citadas reediciones).
Con esos recursos, pudo borrar la humillación sufrida a manos de Defries: le compró los derechos sobre sus masters de los 70. Y cumplió con los inversores: a pesar de que Moody’s rebajara su calificación casi a “bonos basura”, asustada la agencia por el hundimiento del negocio musical, Bowie pagó puntualmente los intereses.
Económicamente seguro, pudo parar y observar lo que ocurría a su alrededor. Entre 1999 y 2002, en entrevistas para la BBC o el New York Times, predijo con aterradora nitidez lo que iba a ocurrir con el negocio de la música: el streaming -entonces denominado celestial jukebox- como modelo de consumo; el eclipse del poder de rebelión del rock, subsumido en el torrente de Internet; la necesidad de girar para compensar la ausencia de regalías; el acelerado final de los años de vacas gordas.
Asusta la clarividencia de Bowie en fechas tan tempranas. No obstante, exageró las notas apocalípticas: creía que desaparecería el concepto de copyright y que ya no habría necesidad de discográficas. En realidad, en 2002 había montado con Sony un sello propio, ISO, que sacaría sus cuatro álbumes siguientes. Y la propiedad intelectual le permitiría, por ejemplo, ganar unos 8 millones de dólares en 2015, sin ayuda de conciertos.
Con quebranto para sus bolsillos, también descubrió que Internet era un caballo salvaje. En su papel de visionario, supo arriesgarse. Puso en marcha empresas que no prosperaron: una mezcla de ISP y red social para fans (BowieNet), una firma de servicios bancarios (BowieBanc). Cierto que estaba en una posición de privilegio, no accesible para el resto de los mortales, pero la enseñanza era clara. Nada sentimental, Bowie contemplaba los terremotos tecnológicos como tiempo de posibilidades, no como una tragedia.
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