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TIPO DE LETRA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo que no es casta es ETA

Saturada de discursos, la campaña electoral coincide con una oleada de libros sobre la lengua

Javier Rodríguez Marcos

Basta con entrar en una plaza de toros en la que va a celebrarse un acto electoral para entender la exclamación de Josep Pla al llegar a Manhattan y contemplar los rascacielos: “¿Esto quién lo paga?” Ante un auditorio entregado todo el mundo está tan seguro de ganar que resulta balsámico recordar a Juan Mari Bandrés, que terminó algún mitin de las primeras europeas diciendo para el cuello de la camisa: “Me da vergüenza, pero os tengo que pedir el voto”.

Lo sorprendente es el contraste entre la grandilocuencia de los discursos y la simpleza de los eslóganes, que suelen repetir, combinados, los factores de siempre: España (por la derecha), país (por la izquierda), nuevo, ilusión, futuro… Si hace falta una legislatura para convertir en esdrújulas todas las palabras, como hizo Zapatero, sobra con 15 días de campaña para que el léxico quede tiritando después de que nuestros próceres consigan que popular o regeneración signifiquen lo mismo y lo contrario. Nada raro en una sociedad cuyo pensamiento político tiende a esta disyuntiva: lo que no es casta es ETA.

Miembra sigue en un infierno del que hace tiempo salieron vocablos —de no mejor “factura”, según el académico Juan Gil— como infanta o señora

A nadie puede extrañar, por tanto, la cantidad de libros sobre la lengua que han tomado las librerías en los últimos tiempos. De La maravillosa historia del español (Espasa), de Francisco Moreno Fernández, a Guía práctica del neoespañol (Debate), de Ana Durante. Una oleada a la que se podría añadir el volumen de Altos estudios eclesiásticos (Debate) en el que Sánchez Ferlosio acaba de reunir sus ensayos gramaticales, incluido un clásico como ‘El español y la Constitución’.

No obstante, fuera de la mesa de novedades y más allá de los dardos de Lázaro Carreter, hay perlas cultivadas como El candidato melancólico (RBA), de José Antonio Millán; No es lo mismo ostentoso que ostentóreo (Espasa), de José Antonio Pascual; Lengua y patria (Taurus), de Juan Ramón Lodares; La seducción de las palabras (Taurus), de Álex Grijelmo; Estilo rico, estilo pobre (Debate), de Luis Magrinyà; o El saqueo de la imaginación (Debate), un ensayo de 2008 subtitulado Cómo estamos perdiendo el sentido de las palabras y firmado por Irene Lozano, exdiputada de UPyD y hoy candidata por el PSOE.

Entre los recientes, uno de los más curiosos es 300 historias de palabras (Espasa). Derivado selecto del imbatible Diccionario crítico etimológico (Gredos) de Coromines y Pascual, la obra redactada por Fernando de la Orden bajo la dirección del académico Juan Gil señala cómo, por influjo del inglés, patético ha llegado a significar penoso cuando en griego significaba impresionante. De paso nos recuerda que el éxito de un neologismo tiene que ver con el favor de la mayoría y no con una esencia intocable: de ahí que miembra y jóvena sigan en un infierno del que hace tiempo salieron vocablos —de no mejor “factura”, según Gil— como infanta o señora.

Será casualidad, pero el ambiente parece haber llenado ese libro de términos electorales. Además de los antecedentes penales de palabras como condón, derbi, gitano, guiri, hostia o zombi, en sus páginas se explica la conexión entre casta y castizo, cándido y candidato (por el color blanco de la toga de los pretendientes romanos a un cargo público) y el origen de comicios (originalmente, asamblea), demagogia (arte de conducir al pueblo) o pucherazo (por el recipiente donde se guardaban las papeletas manipuladas durante la Restauración).

Consuela pensar que el día 21 el diccionario volverá a ser el mismo. Entre tanto, la noche del domingo habrán ganado todos. Basta con retorcer los datos. En la última novela de Ian McEwan, La ley del menor, traducida por Jaime Zulaika para Anagrama, se cuenta que los periódicos británicos, para lograr el máximo impacto, informaban antaño del tiempo frío en grados Celsius y del caluroso en Fahrenheit. Protagonizada por una jueza sometida a un dilema, el libro de McEwan sería buena lectura para los indecisos.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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