Arquitectura sin edificios
El Turner, concedido a un grupo dedicado a la autoconstrucción, recupera su credibilidad
El Premio Turner honra la memoria del pintor Joseph Turner (1775-1851), que se atrevió a retratar lo invisible —no la tormenta sino su experiencia física— desde lo incomprensible: la abstracción. Es lógico que como albacea de ese legado, el jurado que concede los galardones que llevan su nombre busque el arte en formatos y mensajes insospechados. Así, durante los últimos lustros, la provocación (más que la denuncia) ha primado como valor artístico. Pero esa regla de oro de oponerse para destacar termina por no funcionar cuando, llevada al paroxismo, la sorpresa deja de sorprender y se ahoga en un sinsentido que acerca el arte a la sospecha y lo aleja de la credibilidad.
La credibilidad es lo que el premio concedido este año a un colectivo dedicado a la autoconstrucción, a la colaboración y, sobre todo, a escuchar a los usuarios, recupera para el Turner. Y lo hace con una doble denuncia: indicando que la transgresión puede estar más cerca de la reparación que de la demolición y haciendo autocrítica al cuestionar la idea de provocar para molestar representada por los premiados anteriores.
Quien solo quiera ver diseño radical en las intervenciones de este grupo de jóvenes veinteañeros —la mayoría, pero no todos, arquitectos y ninguno con título oficial— puede quedarse con las formas rompedoras. Sin embargo, la radicalidad del colectivo Assemble está en que sus proyectos son soluciones que no solo hacen pensar a los ciudadanos, también los activan y los ponen a trabajar para mejorar su vida. El suyo es un diseño revolucionario que en lugar de destrozar, repara. Un trabajo de vanguardia que en lugar de inventar, recicla. Sus propuestas asumen lo existente y lo mejoran. Sucedió así con su primer proyecto. En 2010 transformaron una gasolinera abandonada en un cine temporal (Cineoleum, al Este de Londres). Luego llegó el parque en Glasgow pensado y realizado con niños y las restauraciones de barrios deteriorados. En Liverpool, repararon lo que las instituciones no habían sido capaces de reparar.
El triunfo de Assemble es también una crítica a la elitista formación de los arquitectos, a la costumbre de diseñar desde la teoría en lugar de desde las necesidades de la gente (diseño desde abajo llaman a su dialogante forma de trabajar) y al propio mundo del arte más empeñado en conceptualizar que en responsabilizarse. Por eso, hay que reconocerle al galardón que para mantener su credibilidad haya sido capaz de dispararse en un pie. El colectivo Assemble reivindica el diálogo y el barro: sentarse a escuchar al usuario, remangarse y ponerse a trabajar. Dando tanta importancia a la disposición como a la formación, el trabajo de este colectivo puede parecer un asunto temporal en un marco como el europeo. Lo sería si el 70% del mundo no estuviera construido así: con autoconstrucción, con activismo, con reivindicaciones y con más ingenio, imaginación y empeño que dinero y medios. Proliferan los colectivos. En España, el sevillano Santiago Cirugeda (Recetas Urbanas) encabezó ese proceder cercano a Rural Studio en Norteamérica o al propio Assemble. Como defiende el pionero Patrick Bouchain desde hace décadas, una situación puede ser más importante que un edificio.
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