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El hombre que fue jueves
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Jouvet

Vivía en la eterna interrogación y la tensión constante

Marcos Ordóñez

Releo a Louis Jouvet. Para muchos, un nombre lejano, olvidado. Para otros, entre los que me cuento, uno de los grandes maestros escénicos del siglo XX. ¿Se lee, se estudia hoy a Jouvet en las escuelas teatrales? Me temo que es una pregunta retórica: diría que lo único que se puede encontrar en castellano (y con suerte) es París 1940 (Milenio, 2002), la traducción de Mauro Armiño que fue la base del memorable espectáculo de Flotats, antes estrenado en Barcelona como Tot assajant Dom Juan. Ramon Vila, actor y profesor, evocaba la otra noche, con los ojos iluminados, su edición desportillada, anotadísima (“ya no caben más notas ni más subrayados”) de Molière et la comédie classique (Gallimard, 1965), las clases a partir de las que Brigitte Jacques armó en Estrasburgo, en 1986, su Elvire Jouvet 40. Ramon Vila e Ivette Vigatá, por cierto, tradujeron al catalán, hará diez o quince años, Le comédien desincarné pero, me cuenta, no encontraron editor.

Estos días he releído ese libro capital, y Témoignages sur le théâtre, y las Notes du cours, de su alumna Éliane Moch-Bickert, y he vuelto a ver la función de Brigitte Jacques, filmada por Benoît Jacquot, con el inmenso Philippe Clevenot, casi una reencarnación de Jouvet, y la jovencísima Maria de Medeiros, que luego fue la Julieta de El Público en el montaje de Lavelli, y la novia de Bruce Willis en Pulp Fiction.

Y he vuelto a ver, como en un carrusel de espejos, al Jouvet actor, al Jouvet director, al Jouvet ensayista, al Jouvet pedagogo, al Jouvet, en suma, ardiendo en su vocación, “la mejor forma de vivir intensamente”, cuenta, “algo más fuerte, más completo que el amor, más inmediato que la religión: el sentimiento, la atracción de lo dramático”. Escribía de madrugada, insomne, tras un rodaje o una función, tras sus jornadas agotadoras en el Conservatoire Dramatique de la rue de Madrid; escribía maravillosamente, con una prosa tersa y a la vez ondulante, precisa y apasionada, inteligentísima. En los actores valoraba, por encima de todo, la personalidad, que para él era “una voluntad activa y poderosa”, del mismo modo que un personaje era “la suma de un estado respiratorio y una dicción: de ambos surge el sentimiento”. Vivía, cuenta su amigo Léo Lapara, “en la eterna interrogación y la tensión constante”, y murió “de cuarenta y cinco años de angustias dramáticas”. Vivía en el teatro y para el teatro. Mi anécdota favorita, relatada por Georges Riquier. Jouvet llega a Venecia y no tiene una mirada para nada de lo que le rodea: su único objetivo es pisar cuanto antes el teatro de La Fenice. Entra, respira, sube al escenario, contempla la platea a sus pies, abre los brazos y es entonces cuando al fin exclama, feliz: “¡Ah, Venecia!”.

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